EL PRIMER IMPERIO DEL CELULOIDE



Charles Pathé era hijo de un coracero de la Guardia Imperial de Napoleón III, que se retiró para instalar, sin mucha fortuna, una salchichería en Chevry-Cossigny. Su infancia fue dura; a pesar de su delicada salud trabajaba de quince a dieciocho horas diarias y durante mucho tiempo no tuvo más zapatos que los que su madre le prestaba los domingos. Para escapar a la miseria Charles Pathé decidió, después de cumplir su servicio militar, embarcarse con un grupo de emigrantes armenios y sirios para probar fortuna en el Nuevo Mundo. Tampoco le acompañó la suerte en aquellas tierras y tras conocer muchos trabajos, aventuras y sinsabores contrajo en Brasil la fiebre amarilla. Con los bolsillos tan vacíos como a su partida y con la salud quebrantada Pathé regresó nuevamente a Francia.

Un buen día tuvo la fortuna de asistir, en la feria de Vincennes, a una demostración del fonógrafo de Edison. Pathé calculó que las audiciones de fonógrafo podían ser un buen negocio, de modo que, sin pensarlo dos veces, pidió prestados 700 francos y compró uno de aquellos aparatos (1894). Con su mujer y su fonógrafo a cuestas, Pathé se convirtió de la noche a la mañana en un feriante nómada al que, por vez primera en su vida, le iba a sonreír la suerte.

Tanto éxito tuvieron sus audiciones ambulantes que Pathé amplió pronto sus actividades a la fabricación y venta de fonógrafos. Más tarde, siguiendo los consejos de su madre moribunda, crea con sus hermanos la Pathé Frères (1896), con 24.000 francos de capital, dedicada a la fabricación de aparatos y registro de cilindros fonográficos. El grupo financiero Neyret, de Lyon, se interesó en la joven empresa y su asociación permitió a la Pathé entrar de lleno en el campo de la gran industria francesa.

Además de la «máquina parlante», habían atraído también la atención de Charles Pathé el kinetoscopio de Edison y el cinematógrafo de Lumière. Con la colaboración del mecánico Henri Joly fabricó una cámara tomavistas, con la que inició su producción encabezada por La llegada del tren de Vincennes (L’arrivée du train de Vincennes, 1897). Pero tras esta locomotora aparecieron pronto otros títulos que ilustran la diversidad de su inspiración: Ejecución capital en Berlín (Exécution capitale à Berlin), en donde se muestra cómo el verdugo decapita con su hacha al condenado, Le déshabillé du modèle, La naissance de Venus, Saint Antoine de Padoue, etc.

Pathé abarcaba, como Edison, la producción de películas y de cilindros fonográficos. Era lógico pues que, también como Edison, intentase crear el fonofilm, sincronizando el fonógrafo y el cinematógrafo. Con Pathé asistimos, y ello es importante, al nacimiento de la mentalidad de empresario industrial en el campo cinematográfico. El invento de Lumière, que Méliès convirtió en espectáculo, se hace industria en manos de Edison y, sobre todo, de los pioneros franceses Pathé y Gaumont. No ha de extrañar, pues, que Pathé organice su producción industrialmente contratando a realizadores y técnicos que trabajaban a sueldo en sus estudios de Vincennes, que lance las primeras estrellas (como Max Linder), que cree el primer periódico de imágenes (cuando no pudo captar los acontecimientos reales, los reconstruyó en el estudio), estabilizado a partir de 1908 con el nombre de Pathé Journal, y que su orgulloso gallo, emblema de la casa, se multiplique en las sucursales que brotan en Europa y América y que llegan hasta la India, Japón y Australia.

El hecho de que la actitud de Pathé ante el cine fuese eminentemente industrial obliga a desvincular de su nombre los aspectos artísticos y creadores de sus películas, realizadas por asalariados suyos entre las paredes de vidrio de su estudio, y entre los que destacó con especial fulgor el nombre de Ferdinand Zecca.

De origen corso e hijo de un tramoyista, Zecca fue contratado por Pathé gracias a una recomendación de su cocinera. Por su excelente dicción, Pathé le utilizó para grabar cilindros con los textos de discursos de jefes de Estado, ministros y oradores notables, como era costumbre en la época. Trabajó como «explicador» de películas de la casa, antes de debutar como actor en Le muet mélomane (1899), escena sincronizada con gramófono y en la que un mudo utiliza una trompeta para responder a las preguntas del juez, mediante fragmentos musicales muy conocidos.

Zecca se ganó la confianza de Pathé y no tardó en convertirse en su brazo derecho, desplegando una actividad cinematográfica tan vasta y diversa (como actor, guionista, director y decorador) que le ha valido ser comparado a veces con el portentoso Méliès. Claro que, para poner los puntos sobre las íes, no puede olvidarse que este curioso y fecundo autodidacta no siente reparos en plagiar descaradamente las cintas de Méliès y del grupo de Brighton. Eso era moneda corriente por aquel entonces y no olvidemos que todos los pioneros, sin excluir a Méliès, empezaron su carrera calcando fielmente los temas de Lumière.

A la conquista del aire (1901) de Ferdinand Zecca.

 

Zecca aborda el cine de fantasía, aunque introduciendo como nota original una tendencia realista: sus fantasías, a diferencia de las de Méliès, son fantasías posibles. Años más tarde declarará: «He sido realista incluso en las escenas de trucos». Al contrario que Méliès, utiliza el truco no como un fin en sí mismo, sino como un elemento técnico al servicio de la narración y, conocedor de las películas de Brighton, escapa a la rigidez de la estética teatral. El punto de vista de la cámara no es el del espectador de platea, sino que emplea con frecuencia el plano americano o tres cuartos.

En El amante de la luna (L’amant de la Lune, 1905) interrumpe un plano general del borracho que trata de abrir la puerta del piso, para mostrar con un primer plano el detalle de su mano que con la llave busca la cerradura. Esta aplicación funcional del primer plano la aprendió Zecca de las cintas de Brighton. La disparatada aventura de El amante de la luna concluye con el despertar del protagonista, justificación realista de lo imposible a través del sueño, que evidencia lo lejos que nos hallamos de las fantasías puras de Méliès.

En Un idylle sous un tunnel (1901) aparece un paisaje que desfila tras la ventanilla de un vagón de tercera. Méliès habría resuelto el trucaje haciendo desfilar un decorado pintado. Zecca, en cambio, lo ha resuelto con un meritorio esfuerzo imaginativo: mediante una reserva ha dejado sin impresionar la superficie de la película que corresponde al rectángulo de la ventanilla y luego, en este recuadro de película virgen, ha impresionado un paisaje real en movimiento. El efecto conseguido es semejante al logrado por las transparencias, trucaje empleado por vez primera treinta años más tarde, en King Kong.

Con Zecca, como puede verse, el trucaje no es un fin, sino un medio. Esta perspectiva realista no afecta sólo a la utilización de la técnica, sino también a la elección de los temas, especialmente los que en el catálogo de Pathé aparecen bajo la rúbrica de «escenas dramáticas o realistas». En este apartado hallamos cintas tan sugestivas como Historia de un crimen (Histoire d’un crime, 1901), que con sus 110 metros y seis cuadros es considerada por Pathé como el primer drama de la historia del cine. Su desarrollo es el siguiente:

1.o Un apache patilludo y con gorra de larga visera, asesina, durante la noche, al vigilante de un banco.

2.o El asesino es detenido en un café.

3.o Dramática confrontación del asesino y su víctima en la morgue.

4.o En la prisión, el recluso evoca en sueños su pasado.

5.o El último día de un condenado a muerte y la última toilette del reo.

6.o La ejecución.

Refiriéndose al último cuadro, el catálogo de Pathé señalaba que era «preferible no insertarlo en un programa al que asistan niños». Precaución inútil, ya que la censura francesa (que hacía su primera irrupción en el campo de la fotografía animada) prohibió la escena por juzgarla excesivamente realista. En realidad, este drama de bajos fondos con castigo final procedía de una escenificación exhibida, con figuras de cera, en el famoso Museo Grévin. Como pieza cinematográfica era notable por estar articulada sobre algo que ya se parece a lo que hoy llamamos guión; guión embrionario, si se quiere, pero que vale como estructura de una sucesión vertebrada de escenas. ¿Y qué decir de su realismo? Procede directamente del estilo que Pathé anunció ya con su Ejecución capital en Berlín; es la tentación de lo truculento y de lo pintoresco que asoma la nariz en el nuevo espectáculo.

También resulta inevitable referirse a Zola para explicar otra cinta naturalista de Zecca: Las víctimas del alcohol (Les Victimes de l’alcoolisme, 1902), que en cinco cuadros y 140 metros desarrolla el drama de un obrero que concluye sus días en el manicomio, consumido por el delírium trémens. A pesar de la obligada referencia a Zola, de cuyo Assommoir tomó Zecca el asunto, al igual que de Germinal tomó el de La huelga (La grève, 1903), sería más justo hablar de Dumas y de Sue, del folletín decimonónico, del melodrama victoriano y de la truculencia del Grand Guignol, que otra cosa no es la obra de Zecca. El realismo, en su forma más primaria y epidérmica, es lo que tienta a Zecca, cuyo mérito sin par es el de haber llevado al cine la cantera temática popular, picoteando en esos temas «fuertes» que galvanizan a las masas, compendio de miserias humanas, taras biológicas y dramas sociales, en su visión más periférica y esquemática, que degrada el naturalismo artístico para convertirlo en folletín social.

No olvidemos que el cine era un espectáculo para los niños y para la plebe y, como observa Sadoul, si Méliès creó una obra portentosa para el público infantil, a Zecca le cupo la tarea de producir obras adaptadas al recio paladar del pueblo. Por eso es justo comparar su tarea con la que los folletinistas de la primera mitad del XIX cumplieron en la literatura, y sus esfuerzos por alargar la longitud de las películas han de asociarse a esta misma preocupación. Zecca es, artísticamente hablando, un hijo de Méliès y de la Escuela de Brighton que conoce bien los gustos del público. Y al igual que sus maestros cultiva también todos los géneros, sin olvidar los documentales amañados en el estudio de Vincennes, de donde salen, entre otras, reconstrucciones del asesinato del presidente McKinley, de la muerte de León XIII y de la catástrofe de la Martinica. Y en la fecundidad de su obra no podía faltar la temática religiosa: su Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo (La Vie et la Passion de Jésus-Christ) se rodó entre 1902 y 1905 y pasa por ser una de sus obras maestras. Su longitud es verdaderamente insólita para la época: mide 700 metros y consta de treinta y una escenas. Con la ayuda de Lucien Nonguet y del operador español Segundo de Chomón (de quien hablaremos más tarde), Zecca realizó con ella una de sus obras más ambiciosas.

Por otra parte, la organización industrial de Pathé, que ha creado el primer trust del cine europeo, coloca a Zecca como supervisor y maestro de un grupo de realizadores y técnicos asalariados que trabajan a sus órdenes: Albert Capellani, Gaston Velle, André Heuzé, Lucien Nonguet, Segundo de Chomón, etc. Las cintas que salen de Vincennes van a alimentar los circuitos internacionales de exhibición que la empresa controla. En 1913, mientras el gallo de Pathé se enseñoreaba de todas las pantallas, Zecca abandonaba la producción para incorporarse a los servicios administrativos y comerciales de la firma y dirigir la construcción de los Estudios Pathé en Berlín y Jersey City. Director de la rama americana de Pathé y creador del servicio Pathé-Baby de «cine en el hogar», fue uno de los puntales sobre los que se afianzó el colosal imperio francés del celuloide.

Pero Pathé no era el único gigante del cine francés. León Gaumont fue, durante bastante años, su más peligroso competidor. Director del Comptoir Général de Photographie, se dedicó durante cierto tiempo a la fabricación y venta de aparatos cinematográficos, hasta que la demanda de su clientela le orientó hacia el campo de la producción. A Gaumont le interesaban, primordialmente, los aspectos técnico-mecánicos del cine y fue su secretaria Alice Guy quien, improvisada realizadora, inició la producción de Gaumont en 1898 con Les mésaventures d’une tête de veau. Estimulado por las exigencias del mercado, Gaumont amplió su producción y su negocio (que pasó de un volumen de 300.000 francos en 1904 a 30 millones en 1914), contrató como realizador al ex escultor Victorin Jasset y luego a Louis Feuillade, que, en calidad de sucesor de Alice Guy, fue desde 1906 director artístico y responsable de la producción que se rodaba en el que, hasta 1914, estuvo considerado como el mayor estudio del mundo.

El cine, que había nacido en Francia, crecía en este país como un gigantesco negocio que abarcaba, en fórmula monopolística, la fabricación de aparatos y la producción, distribución y exhibición de películas, a escala mundial. En 1904 Pathé abría agencias en Londres, Moscú, Bruselas, Berlín y San Petersburgo; en 1906 en Ámsterdam, Barcelona y Milán, y en 1907 en Budapest, Calcuta y Singapur. En 1908 repartió a los accionistas un dividendo del 90%, con ocho millones y medio de beneficios, y antes de la Primera Guerra Mundial el 80% de los aparatos de proyección en uso en los países europeos eran de la marca Pathé. En su momento de apogeo, Pathé suministraba a los Estados Unidos más películas que todas las casas americanas juntas, pero este dominio imperialista del mercado mundial comenzó a cuartearse desde 1918.

Ninguna industria francesa, con excepción de la de la guerra, había conocido un crecimiento tan espectacular. El torbellino capitalista hacía danzar a los pioneros del celuloide en la edad heroica de la invención. Aunque fuera a veces en vano, como en el caso de Raoul Grimoin-Sanson, técnico en fotografía de identidad judicial, al que para ensanchar el horizonte del cinematógrafo no se le ocurrió otra cosa mejor que inventar la proyección circular, en una gran pantalla que rodeaba a los espectadores. El Cineorama, que utilizaba diez cámaras tomavistas (y diez aparatos de proyección) cubriendo cada una un ángulo de 36o se presentó al público en la Exposición Universal de París de 1900 y con su monstruo óptico Grimoin-Sanson ofrecía al público vistas de la plaza de toros de Barcelona, de la Grand Place de Bruselas y hasta una emocionante ascensión en globo… Pero la prefectura de policía juzgó que aquel invento era peligroso (estaba reciente la catástrofe del Bazar de la Caridad) y lo prohibió, de modo que al siguiente año la aparatosa instalación fue vendida en pública subasta.

Con el Cineorama el cine a secas seguía encarrilado como atracción de barraca de feria y bobalicona curiosidad de Física Recreativa. Pero el Cineorama, sin que su inventor lo llegara a saber, dejaría hijos —y hasta nietos— póstumos, pues de él derivarán, entre otros, la triple pantalla de Abel Gance (1927), el Cinerama (1952), el Cinemascope Fox (1953), el Circarama de Walt Disney (1956) y el Kinopanorama circular soviético (1959).

LA GUERRA DE LAS PATENTES

También en América el cine iba a caer presa de una vasta organización monopolista, tras la guerra que por el control de su explotación desencadenó Thomas Alva Edison, salpicada de episodios broncos y movidos. No en vano ha descubierto Edison que «quien controle la industria cinematográfica, controlará el medio más potente de influencia sobre el público». Eso lo sabía también el presidente McKinley, gran boss de la Biograph y responsable de la primera víctima de esta contienda que, como ya vimos, fue el francés Félix Mesguich, operador de Lumière, a quien se le hizo la vida imposible y que, rescatado de un calabozo por las gestiones del embajador francés, abandonó el generoso territorio de la Unión con el rabo entre las piernas. Pero las cosas no concluyeron ahí.

Dispuesto a acabar de una vez por todas con sus competidores, Edison abrió su caja de los truenos y con los peores modales esgrimió los derechos que detentaba por su patente del kinetoscopio. Por encargo de Edison, los abogados Dyer and Dyer lanzaron su caballería contra las pequeñas compañías o comerciantes individuales que explotaban el invento de la fotografía animada. Su primera demanda judicial por violación de patentes data del 7 de diciembre de 1897 y fue interpuesta contra Charles H. Webster y Edward Kuhn, socios fundadores de la International Film Company. A este proceso siguieron otros muchos: quinientos dos en total, entre 1897 y 1906, que llegaron a tener serias repercusiones en Washington.

Edison adivinaba que sobre su patente podía alzarse una fabulosa potencia industrial. Por eso se dedicó a exterminar concienzudamente a todos sus posible rivales. Eran los años heroicos del nacimiento del cine y sus pioneros luchaban en torno a la máquina tomavistas igual que treinta años antes se hacía junto a los raíles del Union Pacific. Brigadas de policías, al servicio de los intereses de Edison, se dedicaban a la clausura de music halls y de estudios de rodaje y a la confiscación de aparatos y de películas. Quienes se atrevían a desafiar la persecución de Edison rodaban protegidos por hombres armados. «Se rodaba la Biblia —recuerda un pionero— con el revólver en la cintura». Era una guerra sin cuartel que arrastró a numerosas víctimas. Artistas, técnicos, productores y exhibidores sufrieron la implacable persecución de Edison; algunos, como Sigmund Lubin, se vieron obligados a expatriarse y huir a Europa. Albert Smith declaró ante el tribunal: «La angustia causada en mi hogar por el proceso de Edison ha sido tal que ha matado a mi esposa». Saqueados sus negocios por la policía y confiscados sus equipos, muchos pioneros se vieron sumidos en la más negra miseria. Edison no se detuvo ante nada ni nadie, pero supo pactar cuando creyó que podía obtener algún beneficio. Esto hizo con la American Biograph, que pagó 500.000 dólares al mago de Menlo Park para seguir produciendo con tranquilidad. La «guerra de patentes» concluyó el 15 de diciembre de 1908 con un banquete y un acuerdo mediante el cual se creaba un trust internacional, la Motion Pictures Patents Company, capitaneado por Edison.

En aquellos años turbulentos que teñían de rojo la aurora del cine americano, un espíritu de encendida rivalidad, motor de la edad heroica del capitalismo, ponía su nota de pintoresquismo en cada acontecimiento. Valga como muestra el sensacional combate de boxeo entre Jim Jeffries y Tom Sharkey en Coney Island (1899) que, con una instalación de cuatrocientas lámparas de arco, los técnicos de la Biograph se proponían rodar. Sus rivales de la Vitagraph, ni cortos ni perezosos, decidieron aprovechar la iniciativa y la complicada instalación eléctrica de sus competidores para rodar también, desde un emplazamiento excelente, la acción que se desarrollaba en el ring. La velada acabó como el rosario de la aurora, con los hombres de la Vitagraph y de la Biograph arreándose mamporros ante la perplejidad del público, que no tardó en contagiarse de su ardor combativo y organizó una batalla campal que no estaba prevista en el programa.

Estas cosas no deben asombrar, pues no resultaban excesivamente insólitas en la ya lejana era de los pioneros, cuando el sabor a pólvora de la epopeya del Oeste era algo de un ayer todavía muy próximo, fresco y vivo en las mentes de aquellos emigrantes o hijos de emigrantes, de la más variada procedencia y condición, que con sus rivalidades estaban construyendo, sin saberlo, la patria del supercapitalismo y de los grandes monopolios industriales. Y el cine, claro, no escapaba a la regla.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 125; Мы поможем в написании вашей работы!

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