Lo privado personal dentro de 19 страница



Poseen además el privilegio de hallarse, en principio y en la práctica, menos expuestas a sus peligros. Hasta el punto de que, a veces, parece invertirse la relación de autoridad entre las altivas instigadoras de la batalla y los guerreros que, por ellas precisamente, se agotan en inútiles y sangrientas cabalgadas. El primero de los grandes señores de Coucy, Enguerran de Boyes, se hace con la plaza hacia 1.079 porque la señora de aquellos lugares (heredera tal vez del derecho paterno) se le entrega y pone las plazas en sus manos, traicionando a su marido: la fortuna del caballero resulta, no obstante, en este caso demasiado hermosa como para no implicar además un rudo deber de protección militar. Bertrade de Montfort, una figura más pacífica del poder femenino, aunque no menos desenfrenada, inquieta por las disposiciones de su terrible esposo Foulque el Ceñudo, se insinúa al rey Felipe I: és la sienta te la rapta y en el trono (1093). Bertrade ejerce desde entonces su evidente ascendiente sobre el monarca envejecido y, durante mucho tiempo, coordina la estrategia de los hijos de sus dos lechos en contra del joven rey Luis VI. El conflicto con la madrastra es otra constante de estos tiempos revueltos. En el caso del que hablamos, el fracaso de sus intrigas no tuvo otra consecuencia que conducir a Bertrade al claustro, después de un enfrentamiento notablemente prolongado.

El rapto hace estragos hasta el siglo XII: ¿pero hay que ver únicamente en él un rasgo de barbarie y de opresión sufrido por las mujeres? Con frecuencia son ellas mismas sus instigadoras; al menos su complicidad favorece el éxito. Un rapto puede ser para una pareja de enamorados el medio de hacer prevalecer su decisión personal frente a sus familias; y si éstas acaban reconociendo más tarde el hecho consumado, todo desemboca en un happy eiid... O incluso el raptor merece más bien que se le tenga por liberador de una muchacha que se tenía secuestrada o de una esposa maltratada. Ofrecerse, a fin de encontrar un defensor: a propósito del rapto, lo que triunfa es la ambivalencia; manifiesta a la vez la alineación de quienes se ven forzadas a llegar a él y uno de sus más eficaces medios de emancipación. A veces interviene en él una buena parte de escenificación; o, más profundamente, de ritual. Expresa exactamente la manera cómo se entrecruzan y se combinan, con respecto a la mujer del feudalismo, un destino dramático y un indómito placer.

A decir verdad, lo único que sabemos de la mujer es lo que nos dicen los hombres, y los textos que la describen como tan temible no son inocentes. Aparece constantemente, en la Historia de Orderico Vital, como manipuladora del veneno, nueva Eva que ofrece al hombre manzanas venenosas y que le susurra sin cesar serpentinas insinuaciones. Puede calcularse el influjo de los paradigmas del Antiguo Testamento en un monje cuyo espíritu se hal aba modelado por la lectura bíblica. Trata de sugerirnos en sus perversas heroínas "aquella oscura y poderosa influencia, una de las escasas prerrogativas de la mujer medio salvaje", de acuerdo con la expresión de Joseph Conrad (que atribuye también a su personaje Almayer el temor del veneno preparado por la esposa). ¿Pero, no se repite precisamente en este caso la acusación, al modo de la atribución de brujería en otras sociedades, con el propósito de desacreditar cualquier tentativa de discusión de un orden de dominación masculina? La sospecha de adulterio desempeña probablemente, en su constancia, una función semejante, por más que no se halle desprovista de fundamento. Uno se siente incrédulo ante la mención de unas cartas que habrían escrito a los compañeros de Guillermo el Conquistador, en 1068, sus libidinosas mujeres: requiriéndoles que regresaran a satisfacer sus deseos, porque de lo contrario se echarían unos amantes.

Es un hecho, sin embargo, que el espacio femenino no parece haber estado estrictamente controlado por los hombres: ni la protección de las fortalezas, ni el legendario o tardío cinturón de castidad lograron aprisionar a las esposas de los combatientes de la primera cruzada. Si existe el encerramiento, es más sutil y puede muy bien creerse que más eficaz.

¿Habrá de asegurarlo el poder de las dueñas vecinas o corresidentes? No importa. Porque el corte entre juventud y madurez no atraviesa solamente la sociedad masculina. La triste historia de santa Godelieva, que murió asesinada por un esbirro de su esposo después de haber sufrido diversas persecuciones, no atestigua tanto el desamparo de esta mujer —había regentado una casa, aunque bajo control, y podido asegurarse numerosos apoyos— cuanto su enfrentamiento con una suegra de trazas pesadamente matriarcales.

De acuerdo con Orderico Vital, el modelo de jefe de "familia", al mismo tiempo que de justo señor feudal es Anseau de Maule, educador y orientador de una joven y noble esposa; ¿pero no estaría la clave de su superioridad en el mantenimiento, resultado de una hermosa y rara piedad filial, de la anciana y no menos noble madre en el hogar de su difunto marido? Si ella puede dar a entender su tácita aprobación, parece razonable proponer una lectura maliciosa de las fuentes. Buena preparación para el encuentro, hacia 1150, con una literatura cortés que suscita una redoblada desconfianza...

El siglo XII vio cómo la guerra era reprimida por la legislación de los concilios y de los príncipes, expulsada al exterior por la aventura de las cruzadas y orientada en un sentido lúdico por la boga alcanzada por los torneos. De estos acontecimientos, sólo los dos primeros son vistos con buenos ojos por los clérigos, pero los tres van en la misma dirección: acompañan los progresos del orden estatal y parecen calculados para ofrecer a las parejas una vida privada más serena.

Raúl I, señor de Coucy, recibe en matrimonio, hacia 1160, a Inés, hija del conde Balduino IV de Hainaut; la novia aporta una dote asentada en la tasa anual que debe a este príncipe una de las ciudades de su provincia. Para asegurarse su percepción regular, el yerno pone todo su interés en ayudar militarmente y aconsejar a su suegro; justa retribución, por un servicio no recíproco, de una. aportación de sangre carolingia al linaje. La relación desigual encaja en la lógica de la hipergamia, más arriba descrita; contribuye a la buena disposición jerárquica de un sistema. El señor mismo (o su predecesor) le ha reservado a su hermana, por derecho dotal, un portazgo en su tierra, reconocido explícitamente como renta feudal, detentado por un cuñado de menos envergadura, y luego por su hijo. La significación intensamente sociopolítica de la alianza matrimonial sigue siendo, por tanto, en esta segunda edad feudal, un distintivo de la aristocracia. En la Francia del norte se aplica en efecto, con toda seguridad, la advertencia fundamental de Pierre Toubert sobre el Latium: el campesino se apresura a negociar un bien sobrevenido como dote si se encuentra lejos de la aldea (en este caso, las normas consuetudinarias le ordenan a la mujer que ha abandonado su lugar natal para casarse que proceda a la transacción); por el contrario el señor que percibe una dote distante se guardará muy bien de hacer otro tanto, porque esta dote amplía su implantación estratégica y obliga a la conservación de los derechos, de los deberes y de la memoria de la alianza. El uno alodializa, con vistas a la reconstitución de una explotación de bienes raíces; mientras que el otro feudaliza, por el deseo de ampliar el horizonte de su rango.

Los intereses financieros hacen, por tanto, que la alianza matrimonial entre nobles conserve su alcance generador de solidaridades activas. De manera aún más sutil, en la misma pantomima de los torneos se mantiene la ambivalencia de la relación entre cuñados —determinada a buen seguro por tensiones más profundas que los albures políticos: Raúl I de Coucy y Balduino V de Hainaut se alían y se enfrentan, alternativamente, en estas justas de gran aparato—. Y Gislebert de Mons señala los lazos conservados por la dama Inés con sus parientes: figura en una "reunión de familia", en 1168, en la que no es segura la presencia de su marido.

Sabe sobre todo cómo hacerse amar de los caballeros "feroces" que detentan, con el señor de Coucy, el poder sobre la tierra y que componen su corte castellana. En estas comarcas, es la dama de las novelas de caballería: o sea, de acuerdo con la interpretación de Georges Duby, no un ídolo elevado por ella misma al cenit de la sociedad cortés, sino un instrumento indirecto, y manipulado con finura, del ascendente de su esposo. Un poco como si el papel instigador de guerra, ejercido efectivamente por las damas de las generaciones precedentes, se hubiera transformado en soberanía sentimental, o se hubiera traspuesto, y debilitado, al dominio de la ficción. La mujer a la que así se exalta ya no puede ser objeto de otra cosa que no sea un simulacro de rapto: se juega con ella.

Lo que las damas nobles del año 1200 han ganado en seguridad y en estabilidad lo han perdido sin duda en margen de maniobra. A pesar de lo cual vemos cómo se multiplican las grandes regencias maternas de la realeza (Blanca de Francia), o del principado (Blanca de Champagne) o del simple señorío; pero ello no significa que se les haya abierto una carrera nueva espontáneamente o que la cruzada, como más tarde la guerra de 1914-1918, les haya aportado un aumento de responsabilidades; se debe simplemente a que han cambiado las condiciones del ejercicio del poder: la presencia física en el combate va a importar en adelante mucho menos que la dirección sagaz de las cuentas y de los consejos, con la ayuda de los legistas.

Las condiciones políticas externas evolucionaron por tanto con efectos ambivalentes: la paz entre reyes y príncipes del siglo XIII por lo demás muy relativa, no asegura necesariamente la promoción femenina. Lo que hay de coherente y de rígido en la sociedad aristocrática premoderna, y que con tanta claridad se materializa en la piedra de las fortalezas (de aquéllas cuyo aspecto somos ca paces de ver con mayor nitidez), no está calculado para la libertad de las señoras ni de las jóvenes: ha sonado, por el contrario, la hora de las reclusiones.

La sociedad conyugal

Este punto de vista, cuya negrura se acentúa con el tono necesariamente polémico, es preciso que encuentre un complemento en el examen de las relaciones de poder en el mismo interior de las "familias". La acrobacia dialéctica y la solicitación abusiva de testimonios atípicos representan a propósito de este tema dos temibles tentaciones que el historiador ha de rechazar. Ha de saber que sólo está coleccionando datos abstractos y que corre el riesgo de que las relaciones humanas auténticas le sean para siempre inaccesibles.

Es lo que pasa con el amor conyugal, manifestado a veces en las proximidades de la muerte. Hay momentos emocionantes en el relato de la comuna de Laon por Guibert de Nogent: cuando el vidamo Adon abandona su casa para empuñar las armas en auxilio de su señor el obispo asaltado por la plebe amotinada (1112), su esposa adivina la muerte que le aguarda; ante los miembros de la familia y la servidumbre, le pide perdón por los perjuicios que hubiera podido causarle, y un prolongado abrazo precede al intercambio de los últimos besos. La misma tierna solemnidad preside el adiós de Anseau de Maule a los suyos, tres días antes de la muerte que siente aproximarse: ante todo, pronuncia, en presencia de los caballeros de su castillo, una admonición a su hijo mayor, invitándole al respeto de la Iglesia y del rey, y lo bendice; volviéndose luego hacia su mujer, le ruega que se mantenga casta en su viudez y le pide también su autorización para hacerse monje. Se conjugan aquí dos prácticas frecuentes en la nobleza del siglo la de morir con el hábito de san Benito, habiéndoselo vestido in extremis, "en auxilio" (ad succurendum), como dicen los textos, Y después de haber hecho una importante donación; y la de romper la sociedad conyugal en favor de un vínculo más puro: única ruptura autorizada por la Iglesia, a condición de contar con el consentimiento del cónyuge.

En casos como éstos, ante la muerte, se nos exalta y exhibe la unión de los esposos: ¿revelación de lo fundamental, en la hora de la verdad, cuando no cabe la mentira? ¿O utilización de una última oportunidad de ofrecer una imagen ideal? Lo que se nos evidencia es la voluntad de la Iglesia, en estos relatos, de presentar a la pareja de una cierta manera: igual que en el ritual de la desponsatio, se afirman a la vez la igualdad y la sumisión de la mujer. El arte de los mitos o, como en este caso, de los estereotipos y de las secuencias rituales, consiste en hacer que actúen juntos principios o constataciones contradictorios: función perfectamente puesta en claro por la antropología. Se quiere que la sociedad conyugal sea a la vez igualitaria y jerárquica. Exactamente como la relación feudovasallática, con la que aquélla tiene en común el uso de términos como mi señor y, al mismo tiempo, mi par, mi igual. Con respecto al derecho romano, que no deja de influir durante el siglo Xlll sobre los legistas de la Francia del norte, la preocupación que tiene por los individuos corre parejas con un reforzamiento de las prerrogativas maritales y paternas. Su modo de discurrir es el mismo que el del derecho canónico. Es preciso que, en la sociedad (societas) conyugal, la mujer consienta en su sumisión.

Con toda verosimilitud, puede trazarse un paralelismo entre las formas del poder familiar y las del poder estatal: la sociología contemporánea propone con frecuencia esta misma articulación. La aparente "franquicia" de la mujer casada no es sin duda más que una nueva imagen jurídico política y no implica nada más que la de la aldea, "concedida" por la misma época: un conjunto de relaciones tarifadas y reglamentadas, una afirmación de la libertad en principio de los gobernados que es el preludio del establecimiento de unas constricciones estrictas. La liberación de "la mujer" y la de las "comunas", en otro tiempo exaltadas por Michelet, presentan las mismas falsas apariencias. A éstas se les requiere el reconocimiento del señor; y a aquélla, el amor por quien la rige.

¿Se logra todo esto? Es casi un lugar común decir, como hace la excelente Encyclopaedia Universalis, que el siglo XIl francés, esbozando con ello un rasgo fundamental del Occidente tal como ha venido a ser en sí mismo, inventó la pareja: ante todo fuera del matrimonio y en contra de él (con los trovadores de la inquietante Occitania), y luego incluso en la unión legítima (gracias al equilibrio de la dulce Francia d'oil), cuando Chrétien de Troves la rodea de los mismos encantos y le confiere la misma profundidad que a. la aventura adúltera, a través de Érec y Énide, de Perceval y .Blanchefleur. ¿Son compatibles amor y matrimonio? Gran debate en el universo cortés de Champagne o de .París, donde, no obstante, la respuesta persiste en suspenso. ¿Tuvieron estas discusiones por base auténticas experiencias conyugales? ¿Condicionaron a su vez otras? ¿No se quedó todo ello más bien en el campo de la ficción, gratuita o de compensación?

La antropología se ha planteado el problema de la distancia moral entre los esposos, un testimonio de la cual se encontraría en las escasas palabras intercambiadas, a propósito de muchas de las sociedades "arcaicas". Cuando día tras día se mantiene en ejercicio la presión de las respectivas parentelas y cuando, a pesar de ello, siguen siendo importantes la autonomía y los recursos de la mujer, apenas si es posible el acercamiento existencial a su marido. Ahora bien, estos dos impedimentos se encuentran reunidos, en una cierta medida, en el mundo aristocrático descrito por Orderico Vital, Suger y Guibert de Nogent. La suspicacia mutua envenena la vida conyugal.

Así pues, el siglo Xl, o más bien el espíritu de los hombres de esta época, se halla trabajado por la obsesión del adulterio femenino, fundada en la real permeabilidad de la casa o de sus tabiques interiores. Las reinas y las damas, acusadas por una facción adversa de relaciones culpables con los hombres que han mantenido en su "cámara", para las necesidades de la intriga, se disculpan a veces mediante la ordalía: o bien la unilateral, del hierro al rojo que se sostiene en la mano, o la bilateral, del duelo en el que se hace representar; la primera revela una cierta soledad ante una inculpación, mientras que la segunda supone la intervención de un campeón, familiar, pariente... o amante. Iseo, Ginebra y toda una galería de heroínas épico novelescas, según las apariencias no todas ellas inocentes de verdad, logran así, espectacularmente, escapar al veredicto de la corte feudal de su señor y dueño. Por los tiempos en que el público de los trovadores se estremecía con el relato de aquellas arriesgadas pruebas (finales del siglo XII), la ordalía parece hallarse en declinación —¿y con ella una cierta forma de libertad?—.

Por el contrario, hay cartas de Ivo de Chartres que atestiguan, por los años 1100, su ardiente actualidad: el gran canonista pretende por cierto restringir el uso de esta prueba "ilegítima" ("irracional", se diría hoy), chocante sobre todo como "tentación de Dios", a los casos en los que no queda ningún otro medio de aclaración; y el adulterio imputado a la mujer es uno de ellos. Esta puede tomar al Cielo por testigo.

Por lo que se refiere a los desbordamientos de la sexualidad masculina fuera de la casa familiar, no ponen en peligro ni el orden de ésta ni la pureza de la descendencia: como anodinos que son sólo se los menciona incidentalmente. El retrato del conde de Guines Balduino II (m. 1169) por el capellán Lambert respira autenticidad: la vitalidad de este señor ("la intemperancia de sus redaños") se había traducido, desde los primeros movimientos de la adolescencia hasta la vejez inclusive, en una atracción inmoderada por las doncellas; había diseminado por los aledaños del paso de Calais innumerables bastardos y bastardas, y se había ocupado muy especialmente de asegurar el porvenir de tres de ellos (a pesar de no habérseles reconocido ningún derecho a su propia herencia). Sin embargo, experimentó un inmenso dolor con ocasión de la muerte por parto de su mujer, la señora de Ardres, con todas las trazas de un viudo desamparado e inconsolable. Desde entonces tomó muy a pecho la práctica de las "buenas obras" (opera pietatis), en beneficio de sus domestici (los miembros de su vasta familia), así como en favor de los nobles sin recursos, abundantes en la comarca: en suma, reemplazó a la difunta protectora. Puede imaginarse también el tipo de relación establecida en otro tiempo entre ella y Balduino: una buena amistad, en el sentido ciceroniano del término, marcada por la atención a los "oficios" que cada uno debe al otro; una armoniosa asociación para llevar adelante los asuntos comunes, el organismo señorial, animado por el doble flujo de los descuentos y las redistribuciones.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 74; Мы поможем в написании вашей работы!

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