Lo privado personal dentro de 8 страница



 Los forasteros penetraban, por tanto, en aquel espacio privado, compartiendo por un tiempo la existencia de quienes eran sus habitantes permanentes: la convivialidad aparece por consiguiente como algo normalmente abierto, y la acogida, de acuerdo con el estatuto social de los huéspedes, como muy ceremoniosa para con los de rango más elevado: en Cluny, la comunidad acudía en cortejo a recibir a los príncipes. No obstante, todos aquéllos que franqueaban el umbral, dejando atrás el espacio público, tenían que cambiar de estado, y adoptar el de penitentes, desde el momento en que se los introducía en esta forma particular de privacy que era la monástica: así, por ejemplo, las esposas no compartían en el interior de la clausura sus lechos con sus maridos. Las mujeres solas, y en concreto las viudas, que decidían acabar sus días junto a una comunidad religiosa, eran admitidas por breve tiempo en la iglesia para los oficios mayores, pero residían en el exterior del recinto, en su propia vivienda, así Ida, condesa de Boulogne, en medio de su séquito de protegidas y sirvientas, o la madre de Guibert de Nogent, a la puerta del monasterio de SaintGermer-de-Fly. Y si los extraños tenían acceso en ciertas horas al área dispuesta para aquella fiesta suntuosa y semipública que pretendía ser la liturgia cluniacense, algo que puede parecer el equivalente a las ceremonias de la coronación en el palacio real, se los mantenía siempre estrictamente alejados (cosa que sucedía también con el pequeño equipo de sirvientes domésticos, alimentados con el pan negro de los pobres) del ámbito privado reforzado donde se alojaban los amos, el núcleo de la "familia", la fraternidad agrupada en torno de su padre.

 Esta última, de conformidad con el orden que prescriben las costumbres cluniacenses, se reparte en cuatro grupos, alojados en cuatro zonas distintas: el noviciado, la enfermería, el cementerio y el claustro.

 Separada de la iglesia por la de los monjes, la residencia de los novicios es un lugar transitorio y como de gestación: aquí es donde se opera, lentamente, la reproducción espiritual de la comunidad; y donde se mantiene a unos niños, ofrecidos desde muy jóvenes por su linaje, y educados bajo la dirección de un maestro; cuando ha acabado su aprendizaje, una vez que se los ha formado en las complejas maneras de conducirse, y saben cantar, hacer lo que es debido, y expresarse por señas durante el tiempo de silencio, se los transfiere entre los adultos, con toda solemnidad. Es un rito de adopción, de integración. En primer lugar, un acto personal de compromiso, la profesión: se trata de una fórmula escrita, firmada, leída y luego depositada sobre el altar, ante la comunidad reunida; a continuación, los gestos que simbolizan, como la investidura caballeresca, la admisión en un grupo funcional: el hasta hace poco novicio acaba de equiparse, endosándose la parte de la vestidura monástica que le falta aún, la cogulla; después una mímica de acogida: el beso de paz que el recién admitido recibe en primer lugar del abad, y luego de cada uno de sus hermanos; y por fin, tres días de retiro, de recogimiento consigo mismo, en lo íntimo, en lo secreto, en lo más privado. Todos estos signos, como los ritos previos, de vigilia y de baño impuesto al nuevo caballero, son los de una muerte seguida de una resurrección; aunque lo más destacable es el retorno, durante tres días, a la soledad. Es una prueba. Para llegar a ser un monje hay que sumergirse en el silencio total la cabeza cubierta por la capucha, el cuerpo entero dentro de la cogulla, noche y día: como si se tratara de una envoltura, de una pequeña casa dentro de la grande, de un capullo donde se lleva a cabo la metamorfosis, de una clausura interior, con vistas a un retiro, a una retirada semejante a la de Cristo en el sepulcro, a fin de alcanzar un renacimiento, bajo una forma diferente.

La enfermería es igualmente un tamiz, un lugar de espera: una porción de la comunidad se encuentra allí aislada durante un cierto tiempo porque está manchada. En efecto, a la enfermedad se la considera como la marca del pecado; quienes se ven afectados por ella han de alejarse de los demás hasta su purificación. En el monasterio de Cluny, la enfermería tenía dos piezas para las abluciones purificadoras, el lavatorio de los pies y el de la vajilla, y otras cuatro amuebladas cada una de ellas con un par de lechos —si bien era privilegio del abad poder reposar solo en una de ellas—; adosada a ellas había una cocina particular, porque los monjes enfermos, impurificados por la enfermedad, seguían un régimen alimentario diferente: ya no se les prohibía comer carne, porque se pensaba que les devolvería la sangre y el ardor a sus cuerpos debi-

 

 

 


 Salterio de Odbert, abad de Saint-Bertin, h. el año mil. (Bibl. de Boulognc, ms. 20.)

litados; pero el hecho de volver a ser carnívoros durante un tiempo los excluía todavía más, y en particular los alejaba de la comunión; por eso, a los moribundos, después de la extremaunción, dejaba de serles servida, ya que iban a estar comulgando todos los días y era muy importante acercarlos al estado evangélico, alejándolos progresivamente del carnal. Como excluidos temporales que eran, a los pensionistas de la enfermería se los reconocía con facilidad por su bastón, signo de debilidad, y por su cabeza cubierta, signo de penitencia. Porque, si estaban enfermos, es que eran pecadores: debían, por tanto, esforzarse por alcanzar la purificación mediante prácticas penitenciales; y una vez curados, antes de reunirse de nuevo con los demás, habían de proceder aún a una última purificación, recibiendo la absolución.

Para la mayoría, la estancia en la enfermería precedía a la entrada en el otro mundo, y este tránsito era también una ceremonia ritual y colectiva. Nadie moría solo: el fallecimiento era un acto menos privado que casi todos los restantes. En torno del moribundo, como sucedía en la sociedad profana con respecto a las bodas, se organizaba una especie de fiesta en la que la convivialidad alcanzaba su plenitud. El enfermo, cuando su estado se agravaba, era trasladado por dos de sus hermanos fuera de la enfermería, y conducido en medio de la asamblea, a la sala de reunión llamada capitular, a fin de que hiciera en público su última confesión, tal como tenía que ser: el moribundo era devuelto enseguida a la enfermería para recibir la comunión y la extremaunción, y despedirse de la comunidad: tras haber besado la cruz, intercambiaba el beso de paz con todos sus hermanos, comenzando por el padre abad, igual que lo había hecho al acabar su noviciado. Desde el momento en que entraba en agonía se le velaba sin interrupción; se colocaban ante él cruces y cirios, y todos los monjes, avisados por los golpes que se daban contra la puerta del claustro, se reunían y recitaban, en lugar de su hermano, el Credo y las letanías. Una vez que había entregado su alma, sus iguales en la jerarquía de la edad v los oficios lavaban su cuerpo, lo trasladaban a la iglesia y, después de la salmodia, lo sepultaban en el cementerio. Este último formaba parte del sector más privado del recinto reservado a aquella fraternidad que constituía la comunidad monástica; era el tercer cuarto de semejante espacio familiar. Los difuntos, en efecto, no se hallaban separados en absoluto de sus hermanos vivos. En el aniversario de su muerte, se servía en el refectorio una ración suplementaria y bien sabrosa; se pensaba que seguían perteneciendo a la comunidad, que comían con ella —con ella sola, porque de esta comida se excluía a los extraños, mientras que los pobres de la familia recibían sus sobras— y que compartían de nuevo su vida carnal en virtud del rito esencial de la convivialidad.

Quedaba el último cuarto, la vivienda. Establecida en Cluny en el centro de la curtis, aspiraba a ofrecer la imagen de lo que debería ser sobre la tierra una vida privada perfecta, y para esto se procuraba aproximarse a las ordenanzas del mundo celestial. Como una ordenación de los cuatro elementos del universo visible, el aire, el fuego, el agua y la tierra, en su espacio interno, el patio interior que se conoce con el nombre de claustro es como la forma introvertida de la plaza pública, plegada toda el a sobre lo privado, con su deambulatorio cubierto; como es la ordenación del tiempo, rigurosamente reglamentado al hilo de las estaciones, de las horas del día y de las de la noche; y la ordenación de las actividades funcionales armoniosamente repartidas entre los distintos compartimentos de la edificación. El cuidado con mayor esmero, el más adornado de éstos era el consagrado al opus Dei, al quehacer dedicado a Dios, oficio específico de los religiosos, a la plegaria, cantada a pleno pulmón, por todos a la vez: la iglesia. A su costado, orientada como ella, se hal aba dispuesta para las palabras y las reuniones de justicia el aula o sala, homóloga de la antigua basílica, vuelta también a su vez hacia lo interior, ya que cuanto en ella se dijera era privado y secreto; cada día, después de la hora de prima, los hermanos sanos y que no estaban castigados se reunían en ella corporativamente para tomar conciencia ante todo de su cohesión mediante la lectura de un capítulo de la regla y de la lista de los difuntos, presentes de nuevo a la llamada de su nombre, para tratar también, en común, de los asuntos temporales como lo haría el consejo de un príncipe feudal, y para proceder por fin en familia a las correcciones mutuas: la sala capitular era el lugar de una autocrítica permanente donde la denuncia de las faltas a la disciplina por el culpable mismo o por los demás proveía con regularidad al restablecimiento del orden interior. Los reos de alguna falta eran ante todo flagelados —pena característica de una justicia doméstica privada, la del esposo sobre su esposa, la del padre sobre los hijos, sus sirvientes o sus esclavos— y luego, durante el tiempo de su purificación, separados de la comunidad, hasta el punto de recibir aparte su comida, y de tener que permanecer a la puerta de la iglesia, en castigo, la cabeza constantemente cubierta, alejados del resto, aislados—y lo importante para nosotros es encontrarnos de nuevo con la soledad entendida como un exilio. Como una prueba. Como un castigo.

Una vez purgada así la falta, la oveja perdida se reintegraba al rebaño en el refectorio. Tomada en común todos los días, la comida —doblada en ciertas estaciones con una colación— adoptaba un aspecto ceremonial, algo así corno una celebración de la unidad fraternal. Los monjes la tomaban sentados, en buen orden, a unas mesas cuyos manteles se cambiaban cada dos semanas: un banquete de príncipes en el que cada comensal encontraba, al entrar, en el puesto designado para él, un pan y un cuchillo; las escudillas se traían de la cocina y el vino de la bodega, servido en unas medidas llamadas "justas", una para cada dos monjes. La regla imponía que se bebiera sin meter ruido, que se controlaran los gestos, en perfecta disciplina, una vez que el abad había dado la señal, en medio del silencio. Era una auténtica comunión, mientras los espíritus se mantenían ocupados, alejados de la concupiscencia por el texto que leía en alta voz uno de los hermanos.

A la caída de la tarde comenzaba el tiempo del peligro, de las peores agresiones diabólicas. Era preciso entonces apretar las filas, guardarse mejor: en el dormitorio que se extendía en el piso superior, dominando cualquier amenaza rampante, el lugar más retirado de la casa, no se permitía ninguna situación de aislamiento o soledad, y el abad permanecía siempre en medio de sus ovejas. Había luces durante toda la noche, así corno vigilantes: como si fuera un campamento. Pero cada uno se acostaba en su propia yacija, que la regla prohibía formalmente compartir: el imperativo comunitario cedía únicamente en este caso ante el temor, inexpresado pero obsesivo, a las tentaciones homosexuales. Porque, en último análisis, el carácter fundamental de la convivialidad 'monástica era sin lugar a dudas el de la más estricta "gregaridad", en la que cualquier intimidad o secreto habían de compartirse ineluctablemente, y la soledad se consideraba a la vez corno peligro y como castigo.

Topografía de la casa noble

Era preciso recorrer las construcciones monásticas antes de aventurarse en el estudio —mucho menos seguro, porque las informaciones resultan incomparablemente menos rigurosas— de la disposición de lo privado en las grandes mansiones laicas. Era necesario a la vez que legítimo, porque éstas se parecían mucho a los monasterios de la congregación cluniacense, los cuales, a su vez, acogían cada uno una familia holgadamente situada, persuadida de que dominaba desde arriba la masa del pueblo y mostrando un gusto muy pronunciado por el lujo y los gastos dispendiosos. Las diferencias pueden reducirse prácticamente a dos únicos puntos.

Por una parte, los dirigentes de la aristocracia laica contribuían de otra manera al bien común; no habían huido del mundo y su vocación consistía en combatir el mal con las armas, no con la plegaria; esto determinaba la manifestación ostentosa de una porción mucho más amplia de su vida privada e inscribía ésta en un marco espacial apropiado desde generaciones para el ejercicio de la función pública, militar y civil: la casa noble tenía forzosamente mucho que ver con la fortaleza y el palacio.

Por otra, mientras que de la familia monástica, purificada, se habían eliminado todos los gérmenes de debilidad, la feminidad y la infancia, por ejemplo (a los oblatos de los noviciados cluniacenses se los veía y trataba como a adultos de talla reducida), los jefes de las familias nobles tenían el deber de ayuntarse y engendrar una descendencia legítima. Desde este punto de vista, la fecundidad conyugal constituía el fundamento del orden. Ni una mansión sin matrimonio o pareja conyugal, ni una pareja conyugal sin mansión. Cada casa se hallaba organizada en torno de una

 

Saint-Martin-de-la-Brasque,

 

Vaucluse. El castillo: plano de

 


 N

conjunto con reconstrucciones.

Equidistancia de las curvas: 1m

(relieve antes de la excavación).

 

1: ¿torre? - 2: recinto - 3: casa

 

− 4: entrada - 5: foso interior

 

− 6: foso exterior - 7: muralla.

pareja procreadora, y sólo de una; los hijos que se casaban se veían expulsados de ella, lo mismo que los viejos, ya que a las viudas se las relegaba a los aledaños de los monasterios, y a los padres demasiado avanzados en años se los empujaba, o bien hacia el retiro religioso, o bien hacia la peregrinación a Jerusalén, preparatoria de la muerte.

Nuestras pesquisas comenzarán, como hemos hecho con esta preliminar, de la que han sido objeto los monasterios, por la exploración del espacio privado, o al menos de lo que es posible llegar a alcanzar de él, ya que sus vestigios se han degradado mucho más que los de las formas de vida de los monjes. Aunque, al menos en Francia, se han visto escrupulosamente examinados desde hace algún tiempo por una arqueología atenta a los aspectos cotidianos de la vida. Gracias a estas investigaciones, cabe decir que las casas aristocráticas se multiplicaron considerablemente entre el año mil y el final del siglo XIII, y que el movimiento que las diseminó parece haberse acelerado en dos ocasiones. La primera fase de expansión cubre el inicio del siglo xt, el momento en que se fragmentaron los principados, o se dispersaron los atributos del poder regio: aquí y allá se levantaron edificios de aire militar, con sus torres, a fin de justificar la explotación del pueblo campesino, la percepción de exacciones que se suponía que servían para sufragar el mantenimiento de la paz. La segunda comenzó a finales del siglo XII y se prosiguió durante ciento cincuenta años; entonces proliferaron construcciones más modestas, las "casas fuertes" o fortalezas: en Borgoña, en las comarcas de Beaune y de Nuits, entre 240 lugares habitados, incluidos los caseríos, se han localizado los restos de 75 construcciones de éstas, a veces concentradas algunas de ellas sobre un mismo territorio, y no pocas de las cuales eran la sede de una justicia independiente que castigaba los crímenes públicos. Semejante dispersión se vio favorecida principalmente por cuatro factores: el enriquecimiento de la clase dominante, beneficiaria del crecimiento agrícola y de las larguezas del Estado constituido; la disolución de las grandes familias a causa del hecho de que los caballeros, hasta entonces domésticos, establecían sus hogares en sus respectivas casas; el ablandamiento del estricto control ejercido con anterioridad por los jefes de linaje sobre la nupcialidad de los jóvenes, lo que llevaba consigo una menor repugnancia al matrimonio de los menores y la necesidad de construir una casa para cada nueva pareja; y finalmente la disgregación de las castellanías que llevó a una mayor fragmentación de los poderes efectivos, limitados en adelante al marco de la parroquia bajo la autoridad eminente del poder estatal. Hay un primer hecho que se impone en cuanto se dan los primeros pasos de esta investigación: durante los siglos Xl y Xll, en la Francia septentrional, se fueron multiplicando las células de convivialidad aristocrática, y esta multiplicación provocó la vulgarización progresiva de los modelos de comportamiento elaborados en las casas-matrices, que fueron las de los príncipes.

Había que hacerle sitio a la vez a lo público y a lo privado, a la ostentación y al recogimiento, algo que imponía su respectiva estructura. He aquí un texto que nos la describe, un pasaje de la biografía del obispo Juan de Thérouanne, que data del primer tercio del siglo XII: "Los hombres más ricos y más nobles de la región tienen costumbre de amontonar tierra para levantar con ella un montículo, lo más alto que puedan, excavar alrededor un foso todo lo ancho que les sea posible y muy profundo, fortificar el montículo con una empalizada de troncos sólidamente unidos, guarnecer el recinto con torres si les es posible, y edificar dentro del cierro, en el centro, una casa, una verdadera fortaleza, que domina el conjunto y cuya puerta de entrada es sólo accesible a través de un puente (...)". Aplanamiento de tierras, recinto cerrado en torno al lugar de la habitación, una sola puerta: las disposiciones son análogas a las del monasterio. Aquí, no obstante, se acentúa el carácter defensivo, y ello sucede siempre, incluso en los periodos en que se ha instalado de alguna manera la paz. Así, por ejemplo, en la Borgoña del siglo XIII, las casas fuertes se distinguen por sus fosos, por sus "terraplenes", o elevaciones de tierra que rodean un patio, y por su torre, sobre todo, con frecuencia el único elemento fortificado, pero indispensable: era el símbolo del poder, del dominium (término del que se derivan, en francés, palabras como danger —peligro— y donjon — baluarte—), del poder de proteger y de explotar. Emblema, signo funcional, como lo eran el estandarte o el campanario de la iglesia monástica, la torre no se hallaba por lo común habitada: los arqueólogos sólo en raras ocasiones han descubierto en ellas algún que otro vestigio de lo cotidiano; la vida estaba en otra parte, en la "casa" (domos), a veces medianera.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 73; Мы поможем в написании вашей работы!

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