HOLLYWOOD BUSCA SU CENTRO DE GRAVEDAD



El negocio del cine norteamericano, el más altamente industrializado del mundo y más ejemplarmente capitalista, fue el que en virtud de tal desarrollo sufrió las primeras consecuencias de las mutaciones en el mercado de la imagen que acabamos de reseñar. Fue altamente significativo que precisamente en 1966 se decidiese abolir el famoso Código Hays de autocensura de la industria, para permitir planteamientos más desinhibidos y sensacionalistas, especialmente en el campo del sexo y de la violencia, con la finalidad de atraer a los espectadores. Es cierto que los reductos del cine romántico más tradicional siguieron persistiendo —John y Mary (John and Mary, 1969) de Peter Yates o Love Story (Love Story, 1971) de Arthur Hiller resultaron ejemplares en este aspecto—, pero el grueso de la producción se orientó hacia novedades más estimulantes, que tenían muy presentes la edad y procedencia sociocultural de sus espectadores: sectores jóvenes y con frecuencia estudiantes, muy desinhibidos moralmente en relación con generaciones anteriores.

De este modo, al tiempo que gracias a las tolerantes sentencias del Tribunal Supremo acerca de la libertad de expresión florecía en el país el cine explícitamente pornográfico, con sus centros de producción en San Francisco, Los Ángeles y Nueva York, los directores más exigentes ampliaban el área de permisividad en el terreno de la violencia, que en definitiva no hacía más que reflejar la violencia que estaba dominando la vida social en los años trágicos de la guerra vietnamita. Ya en 1967 Richard Brooks había adaptado la implacable crónica criminal de Truman Capote A sangre fría (In Cold Blood), pero su honesto documento resultó menos significativo que la exaltación romántica de los gángsters Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967), de Arthur Penn, sublevados contra su entorno social en los días de la Depresión y en puntual sintonía con las propuestas libertarias de la moral hippy, cuya moda contracultural atravesaba el país de costa a costa. Consecuente con esta óptica resultó la autocrítica nacional de El restaurante de Alice (Alice’s Restaurant, 1969) y sobre todo la reivindicación del indio frente al devastador e infame general Custer, que Penn, con acendrada ironía, llevó a cabo en Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970), con Dustin Hoffman. En el terreno estricto de la violencia, Sam Peckinpah se confirmó como su primer especialista, principalmente con el western Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969), en donde se complació en rodar las muertes de los personajes al ralentí, y sobre todo en Perros de paja (Straw Dogs, 1971), en donde se asistió a la toma de conciencia sexual y viril de su frío protagonista (Dustin Hoffman) en virtud de la agresión y competencia sexual planteada por un grupo de hombres en torno a su esposa. Este «cine de instintos» condujo a Peckinpah a la exaltación de la pareja de gángsters de La huida (The Getaway, 1972), sin recurrir a una muerte romántica al final, como ocurría en Bonnie y Clyde, y en línea coherente con otras exaltaciones contemporáneas de pistoleros y delincuentes heroicamente sublevados contra el Estadopadre o contra la sociedad represora: A quemarropa (Point Blanck, 1967) de John Boorman, Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) de George Roy Hill, o Dólares (Dollars, 1971) de Richard Brooks.

Esta reveladora evolución cultural del cine norteamericano, como signo elocuente de los nuevos tiempos, se manifestó con su oscilación pendular entre el cinismo y la amargura, expresando el desencanto y la crisis moral tras el derrumbe de la arraigada y optimista mitología del American dream. Películas muy características de esta evolución adulta del cine poskennedista fueron Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, 1969), del inglés John Schlesinger, ilustrando la desesperanzada relación entre un gigoló y un pícaro, y la balada hippy Buscando mi destino (Easy Rider, 1969), de Dennis Hopper.

En esta amarga autocrítica nacional surgió una corriente de películas que quiso mirar al pasado para explicar las raíces del malestar presente, con unas evocaciones que no siempre escaparon a la referencia autobiográfica de sus directores o guionistas. En este apartado se incluyeron películas tan interesantes como Conocimiento carnal (Carnal Knowledge, 1971), de Mike Nichols, sobre guión del ácido dibujante de cómics Jules Feiffer, y La última película (The Last Picture Show, 1971), de Peter Bogdanovich. Pero fue inevitable que la industria comenzase a estereotipar estas miradas al pasado en función del estímulo mercantil de la nostalgia, creando una moda cultural «retro» de fuerte impregnación romántica —la imposible recuperación del pasado—, en la que se alinearon títulos de muy diversa calidad y alcance. Recordemos entre ellos la excelente cinta musical Cabaret (Cabaret, 1972), que Bob Fosse situó en el conflictivo Berlín de 1931, el documento sobre la mafia El padrino (The Godfather, 1972), de Francis Ford Coppola y con Marlon Brando en el papel de gángster-ejecutivo protagonista, Luna de papel (Paper Moon, 1973), que Peter Bogdanovich ambientó en la Depresión, la adaptación de Francis Scott Fitzgerald El gran Gatsby (The Great Gatsby, 1973) de Jack Clayton, el homenaje a la vieja «serie negra» efectuado por Roman Polanski con Chinatown (Chinatown, 1974), y la reflexión generacional de Sidney Pollack en Tal como éramos (The Way We Were, 1973). Durante la depresión económica de los años setenta, este apretado ciclo de nostalgias trivializadas por Hollywood pretendió bucear en el fondo de las memorias colectivas para rescatar un bálsamo que ayudara a sobrellevar los males del presente.

Las banalizadoras modas culturales, cual rodillos homogeneizadores de la producción, alcanzaron a veces incluso a los cineastas supuestamente «independientes» y de procedencia underground (el pujante clan de Andy Warhol ofreció un ejemplo de tal servidumbre) y sólo los directores de muy acusada personalidad fueron capaces de escapar al cine-cliché. Entre los grandes realizadores norteamericanos figuró el errabundo Orson Welles, definitivamente desenraizado ya de Hollywood, quien recreó magistralmente en España la figura shakespeariana de Falstaff en Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1966) y rodó luego en el mismo país, para la televisión francesa, Una historia inmortal (Une histoire immortelle, 1967), situando en un Macao imaginario una nueva reflexión acerca del fracaso del poder, de la incapacidad del plutócrata para hacer la historia a su medida y según sus deseos, cual prolongación de su meditación acerca del poder iniciada en Ciudadano Kane. Tras esta breve joya cinematográfica, el siempre inventivo y perennemente juvenil Orson Welles rodó en 16 mm y con técnicas documentales el testimonio-ficción Fraude (Fake/ Question Mark, 1973), film-retrato del genial falsificador de pinturas Elmyr d’Hory, que fue a la vez un interrogante acerca de la naturaleza del arte, de su condición genuina que hace posible la existencia del original «auténtico» y del «falso», pese a su indiscriminada aceptación por parte del mercado artístico y los expertos. Con Fraude el prestidigitador Orson Welles demostraba que su capacidad de provocación permanecía intacta, dando una lección a muchos cineastas jóvenes de todo el mundo.

En otra órbita distinta se movió la muy considerable contribución de Stanley Kubrick al cine moderno. Su epopeya cósmica 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1967), escrita con Arthur C. Clarke, llevó a su cúspide adulta el género de la ciencia ficción, mediante una historia que abarcó la evolución completa de la humanidad, desde el proceso de hominización de los primates en algún lugar de África hasta el estadio poshumano que alcanza el protagonista al cruzar la Puerta de las Estrellas y que le conduce, por mutación biológica, a un estadio superior de la evolución de la especie. Tras esta apabullante aventura intergaláctica, Stanley Kubrick regresó a la Tierra para examinar el próximo futuro bajo una luz distinta y movido por el estímulo de la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1972). En esta ocasión su espléndida fábula moral acerca de la violencia en el mundo moderno reiteró su excepcional capacidad para la inventiva visual y la creación figurativa, a la vez que, con Perros de paja, de Peckinpah, contribuía a implantar la ultraviolencia en la producción norteamericana.

La naranja mecánica (1972) de Stanley Kubrick.

 

Directores como Welles o Kubrick serían las grandes excepciones marginales en una industria del entretenimiento que persigue principalmente el bombardeo del sistema nervioso del espectador con estímulos gratificadores (aunque en ocasiones sadomasoquistas) que le hagan volar lejos de la realidad cotidiana, una realidad emponzoñada por crisis económicas y corrupciones políticas, de las que el espionaje electrónico en el Hotel Watergate de Washington fue uno de sus ejemplos más escandalosos y relevantes y anticipo de la crisis del Irangate durante la presidencia de Ronald Reagan. Que el cine puede ser espejo y testimonio de estos avatares aun en el seno de la ciudadela capitalista lo demostró Francis Ford Coppola al rodar La conversación (The Conversation, 1974), que aunque no aludió al Watergate puso al desnudo la indefensión de nuestra intimidad en una era en la que la tecnología electrónica al servicio del espionaje industrial o militar ha abolido paredes, puertas y ventanas, situando al ciudadano en el umbral de una nueva pesadilla social. La conversación se inscribió, por lo tanto, en un cine de empeño cívico que nos obligaba a reconsiderar críticamente nuestro presente, aunque esta actitud ha sido bastante excepcional en Hollywood y en los grandes centros de decisión cinematográfica del mundo.

Lo normal y habitual, como acabamos de señalar, ha consistido en gratificar al espectador con agresiones sensoriales y emocionales en el campo de la descarga erótica, del escalofrío terrorífico o del impacto de la ultraviolencia física y psicológica. Amalgamando precisamente el terror a los arcanos temibles de lo sobrenatural y la incitación erótica, Roman Polanski hizo en La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) que Lucifer se acostase con Mia Farrow para engendrar a un monstruo satánico, cuyo ingreso en el mundo del espectáculo resultaría triunfal. Partiendo del best-seller de William Peter Blatty, William Friedkin profundizaría en El exorcista (The Exorcist, 1973) la senda abierta por Polanski, haciendo que la ternura infantil padeciese la posesión diabólica. La acogida triunfal a esta película corroboró a los mercaderes del cine que la huida hacia lo sobrenatural era una operación decididamente rentable en una era de tribulación, con propuestas de fuga generalizada hacia otros frentes espiritualistas. La aparición de un melódico Jesucristo Superstar (Jesus-Christ Superstar, 1973), vestido al gusto pop por Norman Jewison, sirvió de contrapeso moral a El exorcista en el universo emocional del espectador de cine —aunque al malvado Judas se le dio un rostro de negro—, demostrando cuáles eran los derroteros del sector más opulento del cine norteamericano, en una era presidida por la angustia y la incertidumbre ante el futuro.

El exorcista (1973) de William Friedkin.

 

RELEVOS EN EL CINE EUROPEO

Los cines europeos, al igual que ocurrió con los norteamericanos, vivieron años de zozobra a raíz de la consolidación de la televisión como protagonista del esparcimiento popular. La evolución de la crisis no fue idéntica en cada uno de los países europeos, pues algunos factores locales o autóctonos contribuyeron a otorgarle dimensiones y rasgos algo diversos. Francia ofreció un ejemplo transparente de lo dicho, pues cuando el impulso renovador inicial de la nouvelle vague estaba perdiendo fuerza y una parte de sus miembros caía en la rutina comercial, mientras otros exasperaban su radicalismo de ruptura —como Godard con La Chinoise (1967) o Week-end (Week-end, 1968)—, la violenta crisis política de mayo de 1968 conmocionó muchos planteamientos cinematográficos. Es cierto que muchas de las propuestas revolucionarias que los profesionales del cine francés acordaron en unos célebres états généraux caerían luego en el vacío o en la imposibilidad de su realización práctica. Pero para algunos cineastas el trauma de 1968 supuso un punto y aparte en su carrera.

Jean-Luc Godard ofreció la alternativa más radical y llamativa al abandonar las estructuras tradicionales de la industria del cine burgués para automarginarse en el área del cine-guerrilla, de militancia marxista-leninista, en un recorrido nómada por diversos países y zonas de conflictividad política. En esta etapa muy activa aparecieron One Plus One (1969), rodada en Inglaterra con la participación del grupo musical The Rolling Stones, y el antiwestern rodado en Italia Vento dell’Este (1969), en el curso de cuya realización se creó el Colectivo Dziga Vértov, que sería responsable de las siguientes películas militantes de Godard y de sus camaradas: Lotte in Italia (1969), de intención autocrítica, Pravda (1969), rodada en Checoslovaquia, y Vladimir et Rosa (1970), rodada para la televisión alemana. Pero los límites de este cine marginado de los canales de distribución-exhibición comerciales se revelaron en su escasísima capacidad de influencia social, seguido únicamente por los amigos de Godard o los simpatizantes de su causa política, de modo que, en palabras del propio realizador, su cine «predicaba únicamente a los ya convencidos». Fruto de una reflexión autocrítica, Godard adoptó la decisión de un retorno ortodoxo a la industria con Todo va bien (Tout va bien, 1972), incluyendo la servidumbre a la mitología del star-system con la presencia de Jane Fonda y de Yves Montad, pareja protagonista que vive su crisis con motivo de la ocupación de una fábrica por sus obreros.

Otro cineasta que vivió intensamente las consecuencias de la crisis de mayo de 1968 fue Alain Resnais. Precisamente en 1968 Resnais había optado por abordar en registro de ciencia ficción sus obsesivas preocupaciones acerca de la persistencia del pasado en el hombre, con la tragedia fantacientífica Te amo, te amo (Je t’aime, je t’aime). Pero el impacto de mayo de 1968 y las dudas de Resnais acerca de la función y operatividad social del cine le alejaron de la producción hasta 1974, fecha en que llevó a la pantalla una crónica del affaire Stavisky que conmovió a Francia en 1934, contrapunteando con la presencia de un Trotski exiliado en el país. Stavisky (Stavisky) reiteró el glacial virtuosismo de Resnais en el manejo de asuntos preñados de problematicidad ideológica. También el ecléctico Louis Malle acusó una inflexión política desde 1968, con el rodaje en 16 mm del implacable documental Calcuta (Calcutta, 1969) y ofreció una provocadora desmitificación de la conducta en la Francia rural durante la ocupación alemana con el caso poco ejemplar de Lacombe Lucien (Lacombe Lucien, 1973).

Contrastando con estas actitudes impregnadas de problematicidad, las carreras de François Truffaut y de Claude Chabrol avanzaron con una producción sin sorpresas. En su heterogénea y casi siempre atractiva filmografía, Truffaut adaptó la novela fantacientífica de Ray Bradbury Fahrenheit 451 (Fahrenheit 451, 1966), rodada en Inglaterra; recurrió a novelas policíacas de William Irish en La novia vestía de negro (La Mariée était en noir, 1967) y La Sirena del Mississippi (La sirène du Mississippi, 1969), y volvió de nuevo al tema de la adolescencia perdida con la crónica austera de la reeducación de un niño selvícola en El niño salvaje (L’Enfant sauvage, 1969). Otra recurrencia de Truffaut fue la de adaptar nuevamente al novelista Henri-Pierre Roché en Las dos inglesas y el amor (Les Deux Anglaises et le Continent, 1971), que invertía el trío antes propuesto en Jules et Jim con un joven francés entre dos hermanas inglesas, en nueva reflexión acerca de la dificultad de amar. La cinefilia de Truffaut, más allá de toda meditación ideológica, estuvo en la base de su exaltación del mundo del cine en La noche americana (La Nuit américaine, 1973), en donde protagonizó la película interpretando a un director de cine durante un rodaje. Claude Chabrol, por su parte, obtuvo sus mejores resultados en algunas cintas policíacas, como La mujer infiel (La Femme infidèle, 1968) y El carnicero (Le boucher, 1969), género que tuvo su gran maestro en Jean-Pierre Melville, quien realizó antes de su muerte El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967), Círculo rojo (Le Cercle rouge, 1970) y Crónica negra (Un flic, 1972).

La noche americana (1973) de François Truffaut.

 

Una novedad significativa la constituyó en cambio la gran moda, posterior a 1968, de cierto cine político que novelaba episodios históricos recientes con unas reconstrucciones que eran, en el fondo, una puesta al día de los procedimientos utilizados por Méliès, cuando rodaba en su estudio El proceso Dreyfus. Iniciadores de esta exitosa corriente fueron el realizador de origen griego Constantin Costa-Gavras y el escritor español Jorge Semprún, quienes la inauguraron con la clamorosa Z (Z ou l’anatomie d’un assassinat politique, 1968), inspirada en la situación de dictadura militar padecida por Grecia, y la prosiguieron en La confesión (L’Aveu, 1970), inspirada en la crisis checoslovaca de 1968, y Estado de sitio (État de siège, 1972), sobre la guerrilla urbana de Montevideo y con guión de Franco Solinas. Al mismo ciclo adscribió Yves Boisset El atentado (L’Attentat, 1972), sobre el secuestro y asesinato del líder izquierdista marroquí Ben Barka en París, de nuevo sobre un guión de Semprún.

El pujante cine italiano sufrió una evolución diversa, a partir de las crisis creativas de algunos directores veteranos de gran prestigio. Así, mientras la obra de Antonioni comenzaba a ser discutida con su londinense Blow-Up (Blow-Up, 1966), acerca de los equívocos de las apariencias en el conocimiento del mundo real y, sobre todo, con su exaltación de la moral hippy en su norteamericano Zabriskie Point (Zabriskie Point, 1969), Federico Fellini era tachado de manierista y repetitivo a partir de su versión del Satyricon de Petronio (1969) y de su ciclo de memorias íntimas iniciado con Fellini-Roma (Roma, 1972) y proseguido con Amarcord (Amarcord, 1973), que buceó en los días de su propia infancia. La obra del gran Visconti también tendió hacia el amaneramiento tras su brillante La caída de los dioses (La caduta degli dei/Götterdämmerung, 1969), sobre una poderosa familia de industriales en el Tercer Reich, ciclo que inició un vasto y suntuoso retablo sobre la decadencia a través de temas extraídos de la cultura y la historia germanas: Muerte en Venecia (Morte a Venecia, 1971), inspirada en la novela de Thomas Mann, pero que adquirió el valor de unas confesiones estéticas y sentimentales, y Luis II de Baviera (Ludwig, 1972), sobre aquel monarca alemán «enfermo de belleza».

Amarcord (1973) de Federico Fellini.

 

Mientras Francesco Rosi trataba de prolongar los planteamientos histórico-periodísticos de Salvatore Giuliano con sus crónicas acerca de El caso Mattei (Il caso Mattei, 1972) y del gángster italoamericano Lucky Luciano (Lucky Luciano, 1973), Pasolini, en cambio, demostraba mayor ambición al profundizar su fabulación mitosimbólica con Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, 1966), corriente que, apoyada a veces en textos y mitos clásicos, desarrolló en Edipo, el hijo de la fortuna (Edipo re, 1967), Teorema (Teorema, 1969), La pocilga (Porcile, 1969) y Medea (Medea, 1970). A la búsqueda de una poética popular, cuya crudeza estuviese redimida por un singular sentido lírico, Pasolini abordó la adaptación de colecciones de cuentos escabrosos con sus celebradísimos El Decamerón (Il Decamerone, 1971), de Boccaccio, Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury, 1972), de Chaucer, y Las 1001 noches (Le fiori delle mille e una notte, 1973), según los célebres relatos orientales.

La exploración de nuevas fórmulas narrativas y la opción hacia nuevos planteamientos polémicos fue especialmente visible en la producción de los realizadores más jóvenes. Mientras Marco Bellocchio avanzaba su discurso ideológico con China está cerca (La Cina è vicina, 1967), En el nombre del padre (Nel nome del padre, 1971) y Noticia de una violación en primera página (Sbatti il mostro in prima pagina, 1972), Bernardo Bertolucci colaboraba con intérpretes del Living Theatre en su Partner (Partner, 1968), adaptaba a Moravia en un registro heterodoxo, con ribetes surreales, en El conformista (Il conformista, 1970), y a Jorge Luis Borges en La estrategia de la araña (La strategia del ragno, 1970), antes de triunfar en toda regla en el frente comercial con el dúo erótico entre Marlon Brando y Maria Schneider en El último tango en París (The Last Tango in Paris, 1972), que fue prohibida en Italia, pero conquistó un éxito universal.

En el frente de la ruptura vanguardística, destruyendo todas las convenciones tradicionales del discurso cinematográfico, destacó la brillante personalidad de Carmelo Bene, autor de Nostra Signora dei Turchi (1968), Capricci (1969), Don Giovanni (1970) y la cine-ópera Salomé (1972). El veterano Marco Ferreri, tras acoplar El castillo de Kafka al laberinto vaticano en La audiencia (L’udienza, 1971), causó escándalo con su provocadora La gran comilona (La Grande bouffe, 1972), que amplió el hedonismo del Eros genital al nutritivo hasta niveles paroxísticos. Y adscritos al marxismo militante, los hermanos Paolo y Vittorio Taviani profundizaron una investigación formal del discurso fílmico a través de una obra ideológicamente muy productiva: Hay que quemar a un hombre (Un uomo da brucciare, 1962), I sovversivi (1967), Bajo el signo del Escorpión (Sotto il segno dello Scorpione, 1969), ¡No estoy solo! (San Michele aveva un gallo, 1971) y Allonsanfan (Allosanfan, 1974).

El cine británico, en cambio, demostró cierto academicismo incluso en sus supuestos «airados», como resultó visible en los conflictos en un internado para estudiantes expuestos por Lindsay Anderson en If… (If…, 1968) y, todavía en mayor medida, con películas espectaculares como La última carga (The Charge of the Light Brigade, 1968), una desmitificación bélico-heroica de Tony Richardson, o Isadora (Isadora, 1968), en donde Karel Reisz biografió a la contestataria bailarina Isadora Duncan. John Schlesinger, por su parte, aportó el análisis de una amistad homosexual en Domingo, maldito domingo (Sunday, Bloody Sunday, 1971).

Isadora (1968) de Karel Reisz.

 

La tentación espectacular fue también muy visible en la nueva revelación británica de esos años, que fue Ken Russell, quien adaptó con sensibilidad a D. H. Lawrence en Mujeres enamoradas (Women in Love, 1969), pero acentuó su desmelenamiento y aparatosidad formal en su biografía de Chaikovski La pasión de vivir (The Music Lovers, 1970), tendencia presente incluso en su muy pertinente análisis político del proceso de Loudun en Los demonios (The Devils, 1971). Este imperativo espectacular, que le condujo a veces al más flagrante kitsch, fue responsable de la trivialidad de sus últimas producciones, como la cinta musical El novio (The Boy Friend, 1972) y la biografía de Una sombra en el pasado (Mahler, 1973). En un frente intimista, como retornando a los orígenes del Free Cinema, se halló en cambio la obra del joven Kenneth Loach, autor de un ácido Kes (1969), de resonancias autobiográficas, y de Vida de familia (Family Life, 1972), que mostró la aniquilación psíquica de una joven, víctima de su medio familiar.

Contrastando con cierta incertidumbre y estancamiento cinematográficos en Inglaterra y en Francia, en Europa central se afianzó, en cambio, un joven cine alemán, hecho realidad gracias a las ayudas económicas oficiales arbitradas desde 1966. Pionero de este renacimiento, el francés Jean-Marie Straub realizó una austerísima Chronik der Anna Magdalena Bach (1967), según el relato biográfico de la segunda esposa de Bach, y una adaptación muy libre y heterodoxa de Othon (1969), de Corneille. Volker Schlöndorff, formado como ayudante de Malle, Resnais y Melville, adaptó a Robert Musil en El joven Törless (Der junge Törless, 1966), testimonio de la crueldad prusiana en un internado estudiantil que prefiguraba el drama del nazismo. Tras retratar a la juventud alemana inadaptada en Mord und Totschlag [Asesinato y homicido] (1967), Schlöndorff exaltó la revuelta campesina encabezada por El rebelde (Michael Kohlhaas-Der Rebell, 1968), y rodó la implacable crónica histórica La repentina riqueza de los pobres de Kombach (Der plötzliche Reichtum der armen Leute von Kombach, 1970). Un original subjetivismo expositivo fue introducido por el novelista Alexander Kluge en sus films, que se cuentan entre los más valiosos de aquella vanguardia germana, como Una muchacha sin historia (Abschied von Gestern, 1966) y Los artistas bajo la carpa del circo: perplejos (Die Artisten in der Zirkuskuppel: ratlos, 1968). Junto a estos nombres se situaron Peter Fleischmann, autor de Escenas de caza en la Baja Baviera (Jagdszenen aus Nierderbayern, 1969), y Johannes Schaaf, realizador de Tatuaje (Tatöwerung, 1967) y de Trotta (1972).

El panorama del cine en Suecia siguió dominado por la acusadísima personalidad de Ingmar Bergman, quien acentuó su rigor ético y su depuración formal al estudiar las servidumbres de la condición humana, desde su ferocidad hasta su cobardía y soledad, en películas de una intensidad estremecedora: Vargtimmen [La hora del lobo] (1969), La vergüenza (Skammen, 1967), Riten [El rito] (1968), Pasión (En Passion, 1969), Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972) y Secretos de un matrimonio (Scener ur elt äktenskap, 1973). Bo Widerberg, por su parte, realizó en Adalen 31 (1968-1969) una crónica de la huelga que llevó al poder al partido socialista en Suecia, mientras dedicó su siguiente Joe Hill (Joe Hill, 1971) a este pionero del sindicalismo norteamericano, de origen sueco y que fue ejecutado en Utah. Vilgot Sjöman, tras el incestuoso Mi hermana, mi amor (Syskonbädd 1782, 1966), triunfó con el escándalo internacional suscitado por Yo soy curiosa (Jag är nyfiken, 1967), sobre la perplejidad de una joven ante el caótico mundo contemporáneo, expuesta con desenvuelta franqueza sexual y en cuyo desenlace la protagonista clava dos cuchillos en los ojos de un retrato del general Franco. Mai Zetterling levantó también cierto escándalo en el festival de Venecia con su freudiano Juegos de noche (Nattlek, 1966) y realizó luego Las chicas (Flickorna, 1968). Jan Troell, por su parte, se reveló con su díptico Los emigrantes (Utvandrarna, 1969-1971), formado por Los emigrantes (Utvandrarna) y El Nuevo Mundo (Nybyggarna), y rodó luego en Estados Unidos su anti-western La esposa comprada (Zandy’s Bride, 1973).

En el mosaico del cine europeo, dominado por unas grandes potencias con sólida tradición cinematográfica, brotaron en esa década dos focos cinematográficos de alto interés en Bélgica y en Suiza. En la Bélgica de habla flamenca fue André Delvaux, nacido en Lovaina, quien atrajo la atención de la crítica por sus virtuosas exploraciones del subjetivismo humano, en sus recorridos de doble dirección desde el universo mental hasta la realidad objetiva. Esta preocupación apareció con persistencia en su filmografía, con El hombre del cráneo rasurado (L’Homme au crâne rasé/Die man die zijn haar kort liet knippen, 1965) y proseguida con Una noche… un tren (Un soir… un train, 1968), Cita en Bray (Rendez-vous à Bray, 1971) y Bella (Belle, 1973), películas a través de las cuales se fue acentuando cierta dominante mágica.

En la burguesa Suiza, encrucijada de todos los conformismos europeos, apareció desde finales de los años sesenta un movimiento cinematográfico que tendía hacia un examen crítico de la conducta social en aquel singular país. El ginebrino Alain Tanner fue uno de sus impulsores, con Charles, muerto o vivo (Charles mort ou vif, 1969), La salamandra (La Salamandre, 1971), El regreso de África (Le Retour d’Afrique, 1973) y El centro del mundo (Le milieu du monde, 1974), mientras Claude Goretta aplicó su ironía al ritual social de La invitación (L’invitation, 1973).

 LAS ESPERANZAS PERPETUAS DEL CINE ESPAÑOL

Mientras en otros países occidentales la industria cinematográfica hacía frente a la competencia planteada por la televisión con una neta ampliación de su permisividad moral y un tratamiento más adulto y sensacionalista de los asuntos, el cine español padeció en cambio simultáneamente el reto de la expansión de la televisión y la rigidez de los criterios censores, que abrían una fosa cada día más honda entre la producción nacional y los niveles de expresión europeos. Representativo de esta situación fue el caso de Luis Buñuel, alejado de los estudios españoles tras el escándalo de Viridiana y que prosiguió su carrera triunfal en Francia con Bella de día (Belle de jour, 1966), y La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969), antes de conseguir, venciendo serias dificultades administrativas, rodar en España la adaptación de Pérez Galdós Tristana (1970), que con una pareja compuesta por Catherine Deneuve y Fernando Rey evocaba una relación similar a la de don Jaime y Viridiana en su anterior película española. Pero los cortes operados en España para la exhibición de El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972) le irritaron al punto de declarar públicamente que no volvería a rodar ningún film en España y, en efecto, su siguiente El fantasma de la libertad (Le Fantôme de la liberté, 1974) volvió a aparecer bajo pabellón francés. La misma nacionalidad que acogió a Berlanga cuando, harto de cortapisas y mutilaciones a sus proyectos, rodó su Tamaño natural (Grandeur nature/Life Size, 1973), que no pudo exhibirse en España hasta el año 1977.

En la lucha por ofrecer un testimonio crítico de la realidad social española a través de la pantalla despuntaron algunas películas muy meritorias, como Nueve cartas a Berta (1965), en donde Basilio Martín Patino reflejó los conflictos íntimos de un universitario de Salamanca, o la adaptación de La busca (1966) de Pío Baroja a cargo de Angelino Fons, o el retablo de la superstición gallega ofrecido por Pedro Olea en El bosque del lobo (1970). El realizador que consiguió articular una carrera más productiva y coherente fue el aragonés Carlos Saura, quien abordó con La caza (1965) una vigorosa parábola sobre las consecuencias de la guerra civil española para el bando vencedor, a través de una partida cinegética en un coto yermo y calcinado, film que sería premiado en el festival de Berlín por «la valentía e indignación con que presenta una situación humana característica de su tiempo y de su sociedad». A partir de ese éxito internacional, Saura abordó, en registro buñuelesco, el conflicto esquizoide de Peppermint frappé (1967), testimonio de la represión sexual en España expuesto con un tratamiento muy sofisticado. Estudios críticos de la conducta de la burguesía española en la expansión neocapitalista fueron Stress es tres… tres (1968) y La madriguera (1969), problemática que adquirió un carácter más metafórico en las alusiones políticas de El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1972) y La prima Angélica (1973), ciclo a través del que se afirmó la personalidad del actor José Luis López Vázquez.

Lastrada por el deterioro de su industria cinematográfica, Barcelona había perdido a causa del centralismo político-administrativo su capitalidad cinematográfica detentada en la anteguerra. Al margen de la producción regular de Jaime Camino en esta ciudad —Los felices sesenta (1963), Mañana será otro día (1966), España otra vez (1968), Un invierno en Mallorca (1969), sobre el libro de George Sand, y Mi profesora particular (1972)—, coincidiendo con los primeros signos de agotamiento del «Nuevo Cine Español», desde 1966 habían surgido en Barcelona nuevas propuestas cinematográficas como alternativa estética. El hermético film de ciencia ficción Fata Morgana (1966), de Vicente Aranda, abrió esta senda alternativa que, con profuso arropamiento publicitario, fue lanzado con la etiqueta Escuela de Barcelona. Sus promotores y realizadores partían de la evidente dificultad de un cine de carácter testimonial y crítico en España, a causa de las cortapisas censoras, a la vez que repudiaban la pobreza naturalista y la falta de inventiva formal de los productos característicos del «Nuevo Cine Español». Pese a trabajar sobre planteamientos y con actitudes bastante heterogéneas, los directores de la Escuela de Barcelona pretendieron articular la alternativa de una neovanguardia para el provinciano cine español. Sus títulos más significativos fueron: Dante no es únicamente severo (1967), cinta paradadaísta de Jacinto Esteva y Joaquín Jordá que adquirió el carácter de film-manifiesto de la Escuela; Cada vez que… (1967), de Carlos Durán; Ditirambo (1967), del novelista Gonzalo Suárez, y Noches de vino tinto (1966) y Biotaxia (1967), ambos films del portugués José María Nunes. Pero esta alternativa desesperada para el cine español se revelaría sumamente elitista y sin base en el mercado, de carácter verdaderamente suicida, por lo que la experiencia se extinguió en 1969, teniendo como canto del cisne al accidentado film de política ficción Liberxina 90 (1970), de Carlos Durán, que no consiguió llegar a las pantallas públicas hasta finales de 1978.

Los primeros años setenta del cine español fueron años de dura lucha por la supervivencia artística, mientras el grueso de la producción se orientaba hacia subgéneros tales como el spaghettiwestern, cultivado en agrestes escenarios de Almería, el cine de terror o la comedia sexy, ciclo autárquico e inexportable que a partir del éxito de No desearás al vecino del quinto (1970), de Ramón Fernández, lanzó al actor Alfredo Landa como protagonista perpetuo, en un puntual reflejo sociológico de las frustraciones y represiones sexuales colectivas en la católica España. En este difícil panorama, películas como El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, constituyeron una verdadera rareza, una excepción para confirmar la regla de la mediocridad. El espíritu de la colmena retrató con originalidad la España rural recién acabada la guerra civil, a través de las experiencias de dos niñas en cuyo universo irrumpe un alegórico monstruo de Frankenstein, que encontrará su álter ego en la vida real en un ex combatiente republicano herido. Una aguda reflexión política y una de las cimas poéticas de la historia del cine español.

POCAS NOVEDADES EN EL ESTE

Tras el efímero renacimiento del «deshielo» posestalinista, el cine soviético brejneviano retornó al refugio poco conflictivo del academicismo en sus adaptaciones espectaculares de novelistas o dramaturgos del siglo anterior o en sus biografías de artistas. Ejemplar de esta actitud resultó, por ejemplo, la conformista biografía de Chaikowski (1970), que Igor V. Talankin rodó como polémica réplica y «rehabilitación» del atormentado compositor ruso que Ken Russell había presentado en La pasión de vivir. En el frente espectacular, las coproducciones con el extranjero fueron menudeando, para ampliar el área de sus operaciones comerciales, con títulos como Waterloo (Waterloo, 1969), de Serguéi Bondarchuk, y La tienda roja (La tenda rossa/Krasnaia Palatka, 1969), peripecia polar rodada por Mijaíl Kalatozov. Entre los nuevos realizadores soviéticos destacó en esos años Andréi Mijalkov-Konchalovski, autor sensible de Dvorianskoie gniesdo [Nido de nobles] (1969), según Turguéniev, y de Tío Vania (Djadia Vania, 1971), de Chéjov. Pero el año 1971 señaló uno de los puntos más críticos de la producción soviética moderna, al punto que en el Congreso del Sindicato de Cinematografistas se alzaron numerosas voces reclamando un retorno hacia los temas cotidianos, para hacer del cine soviético un testimonio de los problemas de cada día y capaz de interesar a un público que en sus tres cuartas partes era público joven. Se admitía así el carácter evasivo y retórico de las corrientes dominantes en la producción soviética.

Waterloo (1969) de Serguéi Bondarchuk.

 

En Polonia, definitivamente perdida la cooperación del dotado Roman Polanski, Andrzej Wajda se convirtió en la figura prominente de aquella cinematografía, aportando Wszystko na Sprzedaz [Todo está en venta] (1968), que fue una evocación trágica del malogrado actor Zbigniew Cybulski (fallecido al caer bajo las ruedas de un tren), Caza de moscas (Polowanie na muchy, 1969), Paisaje después de la batalla (Krajobraz po bitwie, 1970) y El bosque de abedules (Brzezina, 1970). Una estimulante revelación de la vitalidad cinematográfica polaca la constituyó Krzysztof Zanussi, quien analizó con originalidad los conflictos y problemas de la nueva clase técnica surgida a raíz del desarrollo industrial del país. Zanussi atrajo el interés de la crítica desde la aparición de sus primeros films: La estructura del cristal (Struktura krysztalu, 1969), Zycie rodzinne [Vida de familia] (1971) e Iluminación (Illuminacja, 1972).

En Checoslovaquia, la crisis política subsiguiente a la intervención en 1968 de las tropas del Pacto de Varsovia en el país afectó severamente al pujante desarrollo de aquella cinematografía y determinó el exilio a Estados Unidos de Milos Forman y de Ivan Passer. Forman rodó allí Juventud sin esperanza (Taking Off, 1971), divertida exposición de las conductas de los padres ante las actitudes iconoclastas de las nuevas generaciones, mientras Passer rodó, en Nueva York, Born to Win (1971).

En Hungría, Miklós Jancsó hizo avanzar su obra a través de una austera y depurada concepción del plano-secuencia, manejado en vastos escenarios de dominante horizontal: Csillagosok Katonnák [Estrellas, soldados] (1967), crónica de los horrores de la guerra civil, Csend és kiáltás [Silencio y grito] (1968) y Fényes szelek/ Ah! Ça ira! [Vientos brillantes] (1968). La evolución de su estilo fue evidente en Téli Sirokkó [Siroco de invierno] (1969), que constó de únicamente trece planos. A partir de este punto, Jancsó acentuó el carácter experimental de su producción con Egi bárány [Agnus Dei] (1970) y La tecnica e il rito (1971), coproducción con Italia rodada para la televisión.

El yugoslavo Dušan Makavejev investigó la estructura del relato fílmico con gran desenfado e inventiva en Una historia sentimental o la tragedia de una empleada de teléfonos (Ljubavni slucaj, ili tragedija sluzbenice PTT, 1967), Nevinost bez zastile [Inocencia sin defensa] (1968) y Wilhelm Reich-Los misterios del organismo (WR-Misterije organizma, 1971), sobre las enseñanzas sexuales de Wilhelm Reich. Los rasgos anarquistas y hedonistas de su producción se acentuaron todavía más en su siguiente Sweet Movie (Sweet Movie, 1973), con la fragancia libertaria de un retoño de la convulsión de 1968.

Sweet Movie (1973) de Dušan Makavejev.

 

 LA BATALLA CINEMATOGRÁFICA DEL TERCER MUNDO

Como en otro lugar se señaló, el desarrollo de la industria cinematográfica exige como condición económica previa cierto grado de desarrollo industrial. Producir una película significa disponer de laboratorios cinematográficos, de tecnología adecuada para su rodaje y de competentes técnicos especialistas. No ha de extrañar, por lo tanto, que los países que van en vanguardia de la producción mundial sean precisamente los países industrialmente desarrollados. A las condiciones expuestas se añade que tales países ejercen un monopolio de hecho sobre los circuitos de distribución internacional de sus películas y que sus productos, de buena factura y por lo general comercialmente atractivos, yugulan la posibilidad de una competencia por parte de aquéllos, condicionados por su escaso desarrollo cinematográfico. Este colonialismo ejercido por las grandes potencias en el plano cinematográfico —como en tantos otros— amplía el drama social del Tercer Mundo al drama de su expresión cultural en el campo de la comunicación de masas a través de la imagen.

Sólo en fecha muy reciente, cinematografías africanas modestas, como las de Túnez, Argelia o Senegal, han hecho llegar a los países industriales algunos pocos testimonios cinematográficos del drama histórico del subdesarrollo, aunque en ocasiones, como en la notable coproducción francoargelina Murallas de arcilla (Remparts d’argile, 1970), su director no fuese un africano, sino el francés Jean-Louis Bertucelli. Pero las novedades más abundantes y estimulantes del cine tercermundista llegaron en los años setenta de algunos países latinoamericanos, como Cuba o Brasil. En la Cuba socialista fue el Estado el que asumió la tarea de producción, con títulos tan afortunados como La muerte de un burócrata (1966), Memorias del subdesarrollo (1968) y Una pelea cubana contra los demonios (1971), los tres de Tomás Gutiérrez Alea, o La primera carga al machete (1969) y Los días del agua (1971), de Manuel Octavio Gómez, o las cintas dirigidas por Humberto Solás, como Manuela (1966), Lucía (1968) y Un día de noviembre (1972). En el gigante brasileño, en cambio, ha sido el capital y la banca privada quienes financiaron al Cinema Nôvo, pues pese a su furia anticapitalista y antiimperialista se reveló como una buena mercancía en los circuitos cultos del Arte y Ensayo, capaz de devengar buenos dividendos. Glauber Rocha, apóstol de la «estética de la violencia», ofreció el ejemplo más llamativo y celebrado de subversión artística financiada por la plutocracia brasileña. La carrera de Rocha brilló a través de los festivales de cine con Terra em transe (1966), Antonio das Mortes (O Dragâo da Maldade contra o Santo Guerreiro, 1968), Der Leone Have Sept Cabezas (1970), rodada en África, Cabezas cortadas (1971), rodada en España a partir del mito de Macbeth, ABC del Brasil (1972), rodada en Cuba, y Cáncer (1968-1972), realizada ya en 16 mm y afín a los esquemas de la producción underground. Su muerte en 1981 plasmó trágicamente un definitivo cambio de rumbo estético en la producción de su país.

Como observación general, el eje de las preocupaciones de estos cineastas fue la servidumbre de sus países —y en general de sus clases más desheredadas— al fenómeno neocolonial de dependencia de los grandes monopolios extranjeros, con la alianza de las grandes clases burguesas y de los caciques latifundistas en las regiones agrarias. Cine de protesta, en el más riguroso sentido de la palabra y cuando el término «protesta» se había trivializado en la sociedad de consumo, fue el ofrecido en las mejores y más significativas producciones del Tercer Mundo latinoamericano, aspirando a la liberación nacional y a la radical transformación de sus arcaicas estructuras sociales. Un buen ejemplo de esta protesta política lo ofreció el manifiesto en imágenes La hora de los hornos (1966-1968), producido clandestinamente en Argentina por Fernando Solanas y Octavio Getino, cine-documento de agitación cuyo interés rebasa el del marco de la lucha de liberación en su país.

En el terreno del lenguaje se constató que, nacidas estas cinematografías de modelos expresivos derivados del neorrealismo italiano —como fue visible en las primeras obras del brasileño Nelson Pereira Dos Santos—, evolucionaron en muchos casos hacia formas muy originales, en las que pueden hallarse vestigios del famoso «montaje de atracciones» de Eisenstein (montaje-choque como estimulante fisiológico de la percepción y de la atención); y, fenómeno no menos notable, tendieron sobre todo a la incorporación masiva de elementos plásticos y musicales de las culturas locales, desde danzas y canciones hasta elementos mitológicos y religiosos (cristianismo amalgamado con paganismo), como orgullosa afirmación de singularidad nacional de unos países a los que los colonizadores habían negado toda tradición cultural. Estas características fueron visibles en las mejores obras de Glauber Rocha, que para un espectador occidental adquieren la apariencia de fascinantes «óperas bárbaras», en las que cangaçeiros y santones dirimen sus querellas a ritmo de danzas primitivas, nacidas del trasplante a otro continente del antiquísimo folclore africano. Podría decirse que la lucha contra el colonialismo cultural impuesto por los grandes modelos del cine yanqui y europeo era ampliada también con una nueva afirmación estética, que no hacía sino enriquecer el panorama del cine mundial.

 «CINÉMA-VÉRITÉ», CINE-DIRECTO

Contra la tiranía, o hegemonía divística de los directores, se alzaron las posturas contraculturales del underground y los apóstoles de la democratización de la comunicación cinematográfica. Si el cine es un arte de masas, las masas son —y no unos privilegiados especialistas— quienes tienen derecho a manifestarse y a expresarse en película. En la utopía pandemocrática de la comunicación social el cine pasó a ocupar, sea con imagen fotoquímica o con imagen electrónica, un lugar de privilegio como centro de proyectos, propuestas y debates. Hace ya años, Alberto Lattuada evocaba un futuro en el que «la película cueste el precio del papel y la cámara el de una afeitadora eléctrica», como condición necesaria para la democratización de la industria de la imagen. Por este camino seguimos avanzando hoy, hacia esta utopía social, y las respuestas más radicales de las avanzadillas democráticas las proporcionaron en los años setenta los colectivos de producción, grupos animados por lo general por idearios izquierdistas que producían sus cintas anónimamente y eliminando el principio de la división del trabajo y de la jerarquización en el equipo. Colectivos como el Grupo Dziga Vértov, el Grupo Medvedkine, el Grupo Dynadia o el autodenominado Les Cinéastes Révolutionnaires Prolétariens ofrecieron buenos ejemplos de esta actitud ultrademocrática, si bien fue inevitable que el miembro más dotado o con mejores ideas en el seno del grupo fuera el que se convirtiera en su líder… El principio de la selección natural penetra tozudamente en la vida social, pese a la voluntad igualitaria de sus enemigos.

Dijimos antes que las nuevas técnicas y los nuevos utillajes han resultado agentes fundamentales en esta evolución del cine hacia formas más democráticas de comunicación social. Desde la cinta magnética del videotape hasta la cámara ultraligera y de miniatura, un arsenal de nuevos útiles tienden a aproximar la cámara a aquella «afeitadora eléctrica» de que hablaba Lattuada. Responsabilidad importante en este progreso la ha tenido la televisión, contemplada tradicionalmente como feroz enemiga del cine. El documental y el cine de reportaje, desplazado de las pantallas de cine a las de televisión en las últimas décadas, han estimulado esta evolución técnica. El etnógrafo francés Jean Rouch —autor de valiosos documentales africanos: Les Fils de l’eau (1953-1955), Les maîtres fous (1955), Moi, un noir (1958)— hizo avanzar este género en colaboración con el sociólogo Edgar Morin al rodar la experiencia maximalista Chronique d’un été (1961), utilizando la cámara compacta KMT, de tres kilos de peso, y el magnetófono portátil suizo Nagra. Esta experiencia fue bautizada cinéma-vérité, pues pretendía registrar en su genuina autenticidad la personalidad y los conflictos íntimos de los individuos estudiados en la película, a partir de la pregunta inicial «¿Es usted feliz?». Desde este punto de partida, y estimulado por la demanda de las cadenas de televisión, se ha desarrollado y perfeccionado hasta límites increíbles el luego denominado «cine-directo», que ha contado con varios norteamericanos entre sus mejores operadores-realizadores: Richard Leacock, ex operador de Flaherty, Robert L. Drew, los hermanos David y Albert Maysles, Donn Alan Pennebaker, el canadiense Claude Jutra, etc. La cámara ubicua y versátil del cine-directo ha penetrado con ojo fisgón en todos los ambientes e intimidades y hasta el cine pornográfico, rodado en una alcoba con cámara llevada a mano, se ha beneficiado de sus progresos técnicos (la industria del cine pornográfico en Estados Unidos creció en un 500% en menos de tres años: otro signo elocuente de los nuevos tiempos).

Con el nuevo utillaje audiovisual —que ha hecho posible la meta del Cine-ojo soñada por Vértov— los grandes problemas sociopolíticos de nuestro siglo han podido ser documentados sobre película, como hizo en Francia Claude Lanzmann al rodar en Shoah (1985) más de nueve horas de apabullantes testimonios orales sobre el exterminio judío por parte de los nazis.

Es sabido que los utillajes, por sí mismos, no pueden hacer una revolución, pero pueden ayudar a adquirir nuevas percepciones, a difundir conocimientos, determinar estilos y modificar conciencias. Es desde esta perspectiva que deben juzgarse las mutaciones y progresos de la toma de vistas y del registro de sonido, inscribiéndolos en la dicotomía entre cine de dominación frente a cine de liberación o, si se quiere, entre cine de reflexión y cine de evasión. El cine no ha podido permanecer ajeno a los grandes conflictos que hoy conmueven al planeta y si en los días de Lumière se limitó a ser un mero reflejo y espejo de la realidad que bullía en torno suyo, hoy tiende, en cambio, a ser partícipe y agente activo en los cambios históricos que protagoniza la humanidad.

 


EL CINE EN LA ERA ELECTRÓNICA

 

 

 LA REVOLUCIÓN AUDIOVISUAL Y SUS CONSECUENCIAS

El desarrollo creciente de la televisión y de sus extensiones tecnológicas (como la videocasete, el videodisco, la televisión por cable y los satélites de comunicaciones) se ha unido a otras formas prósperas y expansivas de la industria del ocio —tales como la discomanía o el week-end motorizado— en el proceso de restar espectadores a las salas de cine, acelerando así el proceso de su declive comercial. Este complejo desafío ha conducido a una transformación de las estructuras de la industria del cine y de sus estilos y estrategias comerciales. Muchas grandes productoras de antaño han sido adquiridas por empresas gigantes que procuran reducir los riesgos diversificando sus actividades en diferentes sectores de la industria y el comercio. Sin embargo, la producción de «cine de autor» relativamente artesanal —comprometida por el alza de los costos creada por la inflación galopante— todavía es posible en algunos países occidentales gracias a las subvenciones económicas del Estado o a la iniciativa de las cadenas de televisión estatales.

En esta transformación del mapa cinematográfico mundial, la producción ha tendido a especializarse para cubrir los espacios de oferta que no podía abastecer su más directo rival: el televisor casero. El más tradicional ha sido el superespectáculo para macropantalla, que con la ayuda de aparatosos efectos especiales devuelve al cine algo de su antiguo carácter de atracción de feria. Como los films de esta clase son muy caros, hace falta un público muy amplio para amortizarlos. Por tal razón, las empresas transnacionales norteamericanas, únicas capaces de abordar tan costosos proyectos, se dirigen con ellos a un público muy heterogéneo, semejante al de la televisión, público de todas las edades, de todas las clases y de todos los grupos sociales, al que se le habla con el lenguaje estético elemental y estandarizado de los telefilms, aunque en formato mayor y con mayores costos y duración de las cintas.

Otro territorio que el cine ha cultivado como espacio no ocupado por la oferta de la televisión es el de la transgresión moral, sobre todo en los campos de la violencia y del sexo. La popularidad de las cintas de terror —extremadamente crueles a partir de El exorcista—, de las de artes marciales oriundas del Extremo Oriente, o el florecimiento del cine pornográfico duro (con actos sexuales consumados y explícitos), fueron consecuencia directa del desafío comercial lanzado por el televisor casero, instrumento de comunicación familiar fundamentalmente conservador, no obstante el clima de creciente permisividad moral en la sociedad. Bien es verdad que alguno de estos géneros, como el pornográfico, por ejemplo, ofreció pronto claros síntomas de desplazamiento hacia el ámbito hogareño, gracias a la popularidad del cine en Super 8 y de las videocasetes.

Y queda, por fin, la provincia internacional del «cine de autor», que en cierto modo es un nuevo género comercial, un género culturalista orientado especialmente hacia los espectadores jóvenes y miembros de la burguesía ilustrada, exhibido con frecuencia en las salas de Arte y Ensayo y otros guetos minoritarios. El impulso renovador y neovanguardista de los años sesenta, años en que se fraguó la alternativa de la autoría como modernidad cinematográfica, ha producido segundas y terceras olas de autores en algunos países. Acosados por el aumento de los costos de producción y por la deserción de los espectadores, algunos directores han negociado o pactado con la gran industria determinadas fórmulas de compromiso o de supervivencia. Algunos se han instalado definitivamente en el Panteón de los valores seguros y admirados por amplios públicos, como Fellini o Bergman. Otros han sobrevivido gracias al mecenazgo institucional; no pocos han sido absorbidos por la televisión o por las restantes industrias audiovisuales (publicidad, cine industrial o pedagógico, etc.). Todavía otros, para cerrar la lista, han perecido en una inactividad elocuente. Entre los restos del naufragio, escasos han sido los autores que han podido mantenerse en una actitud de creatividad permanente y militante. Aun así, e incluso menospreciado a veces —hay quienes lo consideran una forma decadente de individualismo narcisista—, el «cine de autor» sigue siendo una referencia obligada para delimitar la frontera entre el cine entendido como trivial entretenimiento de evasión y el cine entendido como forma de cultura y de creación estética, entre el cine como macroespectáculo y el cine como escritura.

Los progresos de la electrónica en la segunda mitad del siglo XX han producido ya y seguirán produciendo, como ya se señaló, una profunda reestructuración de las industrias de la imagen y del mercado audiovisual. La televisión dispondrá muy pronto de los medios adecuados para transmitir imágenes de alta definición, cosa que hará posible la pantalla de gran formato (muralvisión). El televisor va poco a poco convirtiéndose en un terminal audiovisual doméstico que amplía el campo de sus posibilidades y diversifica el origen de sus mensajes. Las videocasetes, los videodiscos con lectura por rayo láser, la televisión por cable y la mundivisión por satélite amplían desmesuradamente la gama de ofertas audiovisuales, desde el programa pornográfico a domicilio hasta la formación pedagógica a través de la telescuela en el hogar, pasando por los títulos clásicos de la historia del cine conservados en una videoteca privada.

Esta expansión de los usos y opciones del televisor radicaliza y ahonda la brecha entre las imágenes de consumo privado y las imágenes comunitarias exhibidas en las salas de cine. Las tecnologías arriba enumeradas vienen a favorecer a las primeras en detrimento de las segundas. El desequilibrio aumentará cuando las imágenes electrónicas mejoren su calidad y alcancen la meta de la «alta definición», que es la propia de las imágenes fotoquímicas del cine. La imperfección de El misterio de Oberwald (Il misterio di Oberwald, 1980) —experiencia electrónica anticipatoria grabada en vídeo por Antonioni para ser exhibida en salas de cine— corrobora, en vez de negarlos, estos pronósticos. Pero desde que a finales de 1981 la industria japonesa anunció la puesta a punto de un sistema de vídeo de 1.125 líneas (HDVS: High Definition Video System), el último bastión cualitativo del cine fotográfico ha comenzado a tambalearse. Porque la imagen electrónica de «alta definición» permitirá ampliar el tamaño de las pantallas hasta el que hoy exhiben las salas de cine. Hay ya en proyecto circuitos de salas que exhibirán imágenes electrónicas transmitidas vía cable desde un centro emisor único. Pues el aumento de tamaño de la pantalla casera tropieza con obvios inconvenientes debido a las dimensiones y al diseño de los hogares actuales, aunque siempre sea posible hallar soluciones de compromiso con «pantallas medianas».

En la polémica entre los defensores de la imagen pública y los de la imagen privada, se acusa a ésta de tres pecados capitales: de fomentar el insalubre sedentarismo físico; de acrecentar el aislamiento psicológico y social; y, por último, de ofrecer una imagen de calidad y tamaño que no admiten comparación con la imagen fotoquímica. Este último argumento está a punto de derrumbarse en el umbral de las videotécnicas digitales y de «alta definición», pero quedan en pie las otras dos razones —psicológicas y sociales— que esgrimen aquellos para quienes el cine es, junto con el teatro y el estadio deportivo, una fiesta coparticipativa y un rito de socialización activa insustituible. La amenaza de la ley del mínimo esfuerzo se cierne sobre el futuro de las salas oscuras.

No es previsible, desde luego, la extinción absoluta de las salas públicas, pero su número se reducirá muchísimo, y tenderán seguramente a especializarse en una doble dirección. Por su parte, persistirán las grandes salas, tipo «Palace», destinadas a los superespectáculos sobre macropantallas (fórmulas como el cine esférico o la pantalla total), que ofrecerán un tipo de espectáculo aparatoso que la tecnología no podrá suministrar a domicilio, y preservarán el carácter de rito coral y festivo que tiene la asistencia a una sala de cine. Por otro lado, habrá salas museísticas para la exhibición de cine minoritario, experimental y de títulos clásicos (mudos y sonoros), verdaderas galerías de arte o museos de cine, destinadas al público juvenil y al procedente de estratos sociales ilustrados, sectores que están demostrando ya una mayor resistencia a la sumisión al televisor y al sedentarismo físico y social que éste trae consigo. Serán los resistentes al modelo audiovisual dominante, pero su número, relativamente limitado, hará que tal tipo de salas sólo sean viables en las grandes ciudades y acaso protegidas por subvenciones municipales o estatales, como ya está ocurriendo con las salas de teatro, acosadas por la competencia de la televisión y del cine.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 129; Мы поможем в написании вашей работы!

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