DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 5 страница



El halcón maltés (1941) de John Huston.

 

Quebrado todo conformismo ético, el cine recoge el clima de «crisis moral» que reina en el ambiente y hace añicos el viejo, respetado, estable y tranquilizante esquema del Bien enfrentado y vencedor del Mal, recubriendo a sus personajes (sean detectives o gángsters) con un baño de absoluta ambigüedad moral. La desaparición del maniqueo distingo entre «buenos» y «malos» guarda relación con la divulgación masiva y popularizada de las doctrinas psicoanalíticas (el crecido número de psicopatías de origen bélico es una de sus razones), que difunde la explicación de los actos humanos más allá del Bien y del Mal, en función de motivaciones subconscientes y traumas infantiles. Las teorías de Freud, pasadas por el tamiz degradante del Reader’s Digest, se han convertido en la novissima verba de la cultura americana y el delincuente es ahora un ser patológico o un producto de determinadas circunstancias sociales y, en consecuencia, los criminales dejarán de ser monstruos de maldad inmotivados, para convertirse en los gángsters humanizados que muestra John Huston en La jungla de asfalto (Asphalt Jungle, 1950).

Pabst había introducido el psicoanálisis en el cine en 1926, con una noble inquietud experimental. Pero ahora asistiremos a una nutrida avalancha de conflictos psíquicos, aderezados up to date con los indispensables elementos de violencia y de erotismo, que los convierten en apetecibles mercancías para la voracidad del público. Esta justificación moral del yo es la que conduce a Robert Montgomery a rodar La dama del lago (Lady in the Lake, 1946) íntegramente con la cámara subjetiva, experimento cuyo error reside en que un punto de vista óptico no puede sustituir ni aportar las vivencias que definen y forjan toda subjetividad. Welles había acariciado ya un proyecto similar en 1939, y de la obra de Welles saqueará el cine negro con todo descaro sus elementos estilísticos: ángulos insólitos de cámara, efectos de luz para crear atmósferas inquietantes, empleo del flash-back, etc.

El subjetivismo y relativismo moral y el pesimismo nihilista dominaron este sórdido catálogo de historias de psicología criminal, que destrozaba la imagen conformista e idealizada de la sociedad norteamericana. La serie se afianzó con el inmenso éxito de Gilda (Gilda, 1946), de Charles Vidor, que trasponía al mundo del hampa dorada un curioso caso de complejo de Edipo (el atormentado amor del protagonista —Glenn Ford— hacia la esposa de su jefe y protector). Elemento primordial de la película fue el fetichismo del traje de seda negro y los largos guantes negros de Rita Hayworth, que se convirtieron en un sex-symbol clásico de la mitología del cine. La popularidad de la película y de su estrella (legítima descendiente de Jean Harlow) fue tan grande que una expedición escaló los Andes, con el objetivo de enterrar una copia de esta película para transmitirla a la posterioridad, y la bomba atómica experimental que cayó sobre el atolón de Bikini llevó el nombre de Gilda y la efigie de su protagonista.

La moda de los films de «complejos» y con clave psicoanalítica hizo furor. Anatole Litvak situó en un manicomio de mujeres su Nido de víboras (The Snake Pit, 1948) y Hitchcock jugará a fondo la baza de las psicopatías en La soga (Rope, 1948), que en un alarde de acrobacia rueda con sólo nueve cortes y planos de casi diez minutos de duración cada uno (Ten Minutes Takes), Atormentada (Under Capricorn, 1949) y Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), que explotó brillantemente el tema de la «transferencia de culpabilidad» (dos personas que se conocen en un tren proyectan un doble crimen, intercambiando sus víctimas para asegurar la impunidad). Espíritus torturados, ambientes turbios y penumbras nocturnas (como las de Encrucijada de odios, cuya acción transcurre casi toda de noche) fueron elementos integrantes del género dentro de la natural diversidad estilística: el realismo urbano de Jules Dassin, el sentimiento del fracaso de Huston o la crueldad de Raoul Walsh.

En algunas ocasiones estas películas adoptaron el punto de vista de la justicia, en El justiciero (Boomerang, 1946) de Elia Kazan, La ciudad desnuda (Naked City, 1948) de Jules Dassin, La calle sin nombre (The Street with No Name, 1948) de William Keighley o Pánico en las calles (Panic in the Streets, 1950) de Elia Kazan. Pero lo más abundante y representativo del género estuvo enfocado desde el interior del ámbito criminal, con una visión escéptica y pesimista del mundo y de la moral. Además de los títulos ya citados, hay que añadir entre lo mejor del género a Laura (Laura, 1944) de Otto Preminger, Historia de un detective (Murder, My Sweet, 1944) de Edward Dmytryk, El gran sueño (The Big Sleep, 1946) de Howard Hawks, Forajidos (The Killers, 1946) de Robert Siodmak, en donde debuta Burt Lancaster y se revela la personalidad de Ava Gardner, Voces de muerte (Sorry, Wrong Numer, 1947) de Anatole Litvak, Brute Force (1947) de Jules Dassin, El beso de la muerte (Kiss of Death, 1947) de Henry Hathaway, Persecución en la noche (Ride the Pink Horse, 1947) de Robert Montgomery, La dama de Shanghái (The Lady from Shanghai, 1947), en donde Orson Welles pulverizó el mito erótico de Rita Hayworth, a la sazón su esposa, al dejarla morir abandonada y despreciada por los hombres, La ventana (The Window, 1949) de Ted Tezlaff, Al rojo vivo (White Heat, 1949) de Raoul Walsh y El abrazo de la muerte (Criss Cross, 1949) de Siodmak.

Los «grandes» de anteguerra han quedado desplazados. William Wyler, a pesar de obras tan estimables como La heredera (The Heiress, 1949), según la novela de Henry James, y Brigada 21 (Detective Story, 1951), adaptación de la pieza del mismo título de Sidney Kingsley, comienza a alejarse de la creación cinematográfica para interesarse más por el negocio de la producción. Frank Capra dirige ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946), primera y última película de la empresa Liberty Films (fundada por él, William Wyler y George Stevens en 1945), y luego desaparece prácticamente de las pantallas. En cuanto a John Ford, a pesar de sus westerns Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) y Fort Apache (Fort Apache, 1947), en donde por vez primera toma la defensa de los pobres pieles rojas, ofrece síntomas de una incipiente fatiga. El vacío que dejan será llenado por los hombres de la «generación perdida»: John Huston, Elia Kazan, Billy Wilder y Fred Zinnemann.

John Huston, hijo del actor Walter Huston, será una de las personalidades más sólidas de la nueva hornada. Actor teatral, periodista, autor dramático, guionista y realizador de documentales durante la guerra, ha debutado como realizador con El halcón maltés, primer mojón del cine negro americano. Su obra, de un lúcido pesimismo, girará en torno al tema del esfuerzo y del fracaso: el fracaso de los buscadores de oro de El tesoro de Sierra Madre (The treasure of Sierra Madre, 1947), que perderán la vida mientras su riqueza duramente adquirida irá a confundirse con la tierra de la que fue arrebatada, como en el final de Avaricia; el fracaso final de los gángsters de La jungla de asfalto o la desoladora frustración existencial del pintor deforme Henri de Toulouse-Lautrec en Moulin Rouge (Moulin Rouge, 1953), con un excelente empleo del Technicolor, del que hizo ya gala en La reina de África (African Queen, 1952), único acorde optimista de la filmografía de Huston en estos años, aunque el optimismo de este film resida menos en su absurdo e irónico desenlace que en el tardío despertar del amor físico en su reprimida protagonista (Katharine Hepburn). Su versión de la novela Moby Dick (Moby Dick, 1956), de Melville, adquirió en cambio la dimensión de un desesperado reto a la naturaleza y a la divinidad, simbolizada por la monstruosa ballena blanca.

También Elia Kazan, que ha emigrado a los Estados Unidos desde su Constantinopla natal a los cuatro años en compañía de su familia, pertenece a la generación de aquellos que en su primera juventud se vieron violentamente traumatizados por la gran crisis de 1929. Kazan llega al cine cuando se ha prestigiado ya como director teatral de primerísima fila. Es, además, el fundador de la famosa escuela dramática Actor’s Studio (1947) de Nueva York, junto con Cheryl Crawford y Robert Lewis, y que dirige junto a Lee Strasberg. De esta escuela, continuadora del prestigioso Group Theatre (1931-1941) y que aplica las teorías de interpretación naturalista de Stanislavski al cine (ya ensayadas y estudiadas por Pudovkin), saldrán actores de la talla de Marlon Brando, James Dean, Montgomery Clift, Paul Newman, Jack Palance, Karl Malden, Ben Gazzara, Shelley Winters, Rod Steiger, Lee Remick, Eva-Marie Saint y Carroll Baker.

Marlon Brando es su primera revelación en el turbio y misógino drama de Tennessee Williams Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951), con el que ambos —Brando y Kazan— han triunfado ya en Broadway. El magnetismo animal y la interpretación paroxística de Brando causan sensación y el ya famoso actor vuelve a aparecer en ¡Viva Zapata! (Viva Zapata, 1952), donde Kazan, que acaba de ser depurado por la Comisión de Actividades Antiamericanas como premio por haber denunciado a quince antiguos miembros del Partido Comunista americano, en el que militó entre 1934 y 1936, expone con maestría formal unos episodios de la Revolución mexicana, aunque añadiendo por su propia cuenta y riesgo la tesis de la inutilidad de la Revolución, que corrompe a sus dirigentes cuando han alcanzado el poder. Esta orientación antiobrera tendrá su formulación más explícita y descarada en su alegato contra los sindicatos portuarios de Nueva York La ley del silencio (On the Waterfront, 1954). Excelente director de actores, aunque tentado con frecuencia por los «golpes de efecto» dramáticos, Kazan trata de justificar a través de sus películas su actuación pública ante la Comisión de Actividades Antiamericanas. Este fantasma le perseguirá, como a Dmytryk, durante toda su vida.

El pesimismo es un rasgo común que domina a lo más vivo del cine americano de posguerra, sobre el que planea el espectro de la Guerra Fría y de la guerra caliente de Corea. El austríaco Fred Zinnemann realiza una sombría trilogía (a pesar de sus happy ends) sobre la herencia de la catástrofe bélica: Los ángeles perdidos (The Search, 1948), sobre la infancia abandonada, Hombres (The Men, 1950), sobre la difícil reincorporación de los parapléjicos víctimas del frente a la vida cotidiana, y Teresa (Teresa, 1951), que impuso a la actriz Pier Angeli, en el papel de joven italiana casada con un soldado americano, que viven años difíciles en Nueva York después de su desmovilización. El mayor éxito de Zinnemann fue sin embargo Solo ante el peligro (High Noon, 1952), que demuestra la plena madurez del western psicológico que ha nacido con La diligencia, a través del conflicto moral de un sheriff (Gary Cooper), desgarrado entre el cumplimiento de su obligación y el instinto de conservación, y que era a la vez una punzante parábola sobre el maccarthismo, mostrando a una comunidad que paralizada por el miedo ha perdido su sentido moral y su capacidad de acción. El prestigio de Zinnemann alcanzó su cenit con éste y con su siguiente film, De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, 1953), adaptación de la novela de James Jones, en la que la epidérmica crítica al ejército norteamericano escondía una hábil y eficaz exaltación de las llamadas virtudes militares.

Su compatriota Billy Wilder ofreció también una visión ácida de la realidad en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), desolador retablo del mundo del cine y de sus viejas glorias (Erich von Stroheim, Gloria Swanson), en el que recurrió a la boutade de incluir en su banda sonora el comentario en off y en primera persona de un cadáver, y El gran carnaval (The Big Carnival, 1951), sobre los desmanes de la prensa sensacionalista, a través de la inhumana explotación periodística de un trágico accidente en una cueva. Este acento amargo es el que aparece también en la adaptación del drama de Arthur Miller La muerte de un viajante (Death of a Salesman, 1952), que realiza el húngaro Lazslo Benedek, y en la trasposición de Una tragedia americana, la célebre novela de Dreiser que intentó adaptar Eisenstein y que en esta versión de George Stevens se titula Un lugar en el sol (A Place in the Sun, 1951).

Cuando Eisenstein trató de llevar a la pantalla este drama del joven humilde que ambiciona lo que está más allá del alcance de su mano y del que se deriva la muerte de su novia, los productores le preguntaron al maestro ruso:

—En la película, ¿Clyde Griffith es o no culpable?

—Es inocente —contestó Eisenstein, para quien la muerte de la joven era una resultante social, recayendo la responsabilidad moral en esta sociedad que rinde culto al triunfo y al dinero.

Pero los patronos de la Paramount querían un romance, y la película no se hizo. Ahora Stevens, a caballo del romance, del film social y del conflicto de conciencia, realiza un fresco de la vida americana que permite a Elizabeth Taylor crear uno de los mejores papeles de su carrera.

Sin embargo, los condicionamientos de la industria son demasiado abrumadores para que pueda nacer en los estudios de Hollywood un auténtico cine social, comparable al italiano. Los problemas colectivos se reducen, por lo general, a casos particularizados, y aunque por estos años se hable de «neorrealismo americano», la verdad es que el cine americano aprovecha tan sólo las calles de sus ciudades y las fachadas de sus casas, que es tanto como decir la fachada del neorrealismo, para autentificar sus dramas urbanos. Es abusivo, por ejemplo, calificar de neorrealista una película como La casa de la calle 92 (The House on 92nd Street, 1945), de Henry Hathaway, contemporánea de Roma, ciudad abierta, porque se ruede en las calles de Nueva York desde el interior de una furgoneta dotada de espejos transparentes. Es una técnica documental que, aportada por el productor Louis de Rochemont, se aplica a las «crónicas policíacas» que hacen furor por estos años, pero en que muchos casos distan bastante de tener validez y representatividad social.

Esta crisis del cine social americano se aprecia mejor en el desmantelamiento de la Escuela Documentalista de Nueva York, antaño tan combativa. Algunos de sus componentes han tenido que huir del país perseguidos por la «caza de brujas». El viejo Flaherty queda como figura solitaria y muere en 1951, después de haber realizado por encargo de la Standard Oil el bello documental Louisiana Story (1947-1948), en donde este rousseauniano impenitente introduce por vez primera en su cine el mundo de las máquinas, compromiso a regañadientes entre su amor a la naturaleza en estado salvaje y las exigencias del progreso, aunque las perforadoras que horadan en ruidoso concierto los pantanos vírgenes de Louisiana a la busca de petróleo parezcan vistas por Flaherty como terribles monstruos de otro planeta.

En otros géneros sí hay novedades. Tras el hongo de Hiroshima la ciencia ficción comienza a reclamar sus derechos, abriendo la serie Con destino a la luna (Destination Moon, 1950) de Irving Pichel. Pero pronto la Física Recreativa se completa con el mensaje moral, advirtiendo a los humanos de la insensatez de sus querellas y subrayando, a través de amenazas cósmicas, la unidad de destino del género humano: Cohete K-1 (Rocketship X-M, 1950) de Kurt Neumann, Ultimátum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951) de Robert Wise, Cuando los mundos chocan (When Worlds Collide, 1951) de Rudolph Maté.

La comedia musical sufre una enérgica renovación a partir del momento en que, perdido todo complejo de inferioridad, prescinde de los clásicos pretextos teatrales e introduce las secuencias musicales con toda libertad y como continuación lógica de la acción. Esta liberación se produce por vez primera, con la eficaz ayuda del Technicolor, en Un día en Nueva York (On the Town, 1949), de Stanley Donen y Gene Kelly, dúo responsable también de Cantando bajo la lluvia (Singin’in the Rain, 1952), una de las cimas del género, con una deliciosa evocación de los difíciles años del nacimiento del cine sonoro. Estos dos hombres son, junto con Vincente Minnelli, que ha sido escenógrafo nada menos que del Paramount Theatre de Broadway, los puntales de la comedia musical de posguerra. Dotado de un exuberante gusto figurativo, Minnelli realiza con música de Gershwin Un americano en París (An American in Paris, 1951), con Gene Kelly y Leslie Caron, demostrando la absoluta madurez de este género que, por razones económicas, no tardará en ser eclipsado.

También ha habido cambios importantes en el campo de los dibujos animados con la revolución copernicana introducida en el género por Stephen Bosustow. Dibujante a las órdenes de Walt Disney, fue despedido en 1941 junto con trece compañeros a causa de un conflicto laboral. Ni corto ni perezoso, organizó en 1943 el grupo United Productions of America e impuso con sus cartoons un estilo lineal y esquemático, que revalorizó el color y la esencia gráfica del gag, con personajes muy originales, como el niño Gerald Mac Boeing Boeing (creado en 1950 por Robert Cannon, otro de los despedidos), incapaz de hablar pero que emite los sonidos más inesperados, y el cegato Mr. Magoo (obra de Pete Burness), imagen satírica del norteamericano medio que cree vivir en el mejor de los mundos. Este estilo ágil y sintético de la UPA influirá en muchos dibujantes de todo el mundo, desbancando el imperio del mago de Burbank, que tendrá que refugiarse en el jugoso negocio de Disneylandia e iniciar la producción de films en imagen real.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 111; Мы поможем в написании вашей работы!

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